sábado, 28 de abril de 2012

El Barrio Húmedo de León

Leí en alguna parte que la ciudad de León tiene tres grandes tesoros: su elegante catedral gótica, la Real Colegiata de San Isidoro -toda una joya del románico- y el  majestuoso Hostal de San Marcos.

El primero de estos tesoros que he mencionado, la catedral, es su edificio más emblemático, un excelente monumento donde luz y piedra crean una armonía perfecta. Sus magníficas vidrieras de origen medieval proporcionan a las capillas y naves de su interior un sugerente juego de policromías, de luces, de sombras, de transparencias….


Su segundo tesoro, la Real Colegiata de San Isidoro, es la celosa guardiana que ha acogido, durante siglos, los restos de varios monarcas leoneses que yacen enterrados en su Panteón Real, cuyas bóvedas de crucería están decoradas con unos admirables frescos románicos con motivos y escenas del Nuevo Testamento y con un bello calendario agrícola. Se ha calificado la cripta en donde se ubican como la “Capilla Sixtina” del arte románico.
Su tercer tesoro, el grandioso Hostal de San Marcos, en su origen hospital y templo de peregrinos jacobeos, es hoy un lujoso parador de cinco estrellas, toda una espléndida construcción de estilo plateresco.
Pero los tesoros de esta ciudad no se limitan sólo a esas tres joyas artísticas. Edificios como la Casa de Botines, de estilo modernista y construida por Gaudí; palacios como el de los Guzmanes del siglo XVI o el de los Condes de Luna; iglesias como la de Nuestra Señora del Mercado; hermosas plazas como la Mayor -toda ella porticada y en donde los sábados se celebra un populoso mercado-, la acogedora y pintoresca Plaza del Grano, con un carácter marcadamente rural, empedrada y con una fuente clásica en su centro -se la denomina Plaza del Grano porque en ella tenía lugar la feria de cereales-; los vestigios de sus murallas, unas de origen romano y otros lienzos de fábrica medieval; o sus museos como el MUSAC, un edificio vanguardista digno de ver, son ejemplos de otros muchos tesoros que León esconde y que hay que ir descubriéndolos a través de un caminar pausado por su núcleo histórico que no sólo ha sabido conservar éstas y otras valiosas arquitecturas, sino que ha guardado fiel y celosamente la toponimia de muchas de sus calles, plazas y callejuelas. Son nombres evocadores de viejos oficios artesanales como la calle de la Azabachería, Platerías, Zapaterías, Carnicerías…. Son calles y plazas que nos recuerdan la vieja historia de León que se forjaba en sus barrios de carácter popular.

Precisamente, en el corazón mismo del casco viejo de León, el denominado Barrio Húmedo acoge a los visitantes para perderse en un entramado laberíntico de callejuelas, calles y plazas y en donde  la que escribe sufrió, en más de una ocasión, el desasosiego de la desorientación. Este acertado nombre procede de la gran dotación de establecimientos hosteleros y de restauración que se distribuye por sus calles y que ofrece a sus clientes apetitosos platos de la cocina tradicional leonesa acompañados por todo tipo de caldos etílicos y demás brebajes espiritosos a gusto del consumidor, todo un paraíso del buen beber y mejor comer. Así que, asombrada me quedé mientras recorría un  amplio conjunto de animadísimas callejas que se entrecruzan, abundantes en tabernas, bares, restaurantes, mesones no aptos para los abstemios y demás cristianos y no cristianos que mortifican su cuerpo y dominan sus pasiones gastronómicas a base de dietas y ayunos varios. Más asombrada me quedé, todavía, cuando descubrí la gran multitud de tabernarios, aficionados a ese buen beber y mejor comer que, de mesón en mesón, de templo en templo gastronómico, loaban mañana, tarde y noche, al dios Baco por medio del sano ritual del tapeo y del chateo. También es cierto que era Semana Santa, que la ciudad era un hervidero de visitantes y que sus tradicionales pasos procesionales, de interés turístico, atraen a miles y miles de espectadores y curiosos.

Establecimientos veteranos y emblemáticos, antiguas casas de comidas que apenas han sufrido transformaciones en su decoración y en la distribución de sus espacios, conservándose como antaño, y que sirven sabrosos embutidos leoneses y otros deliciosos manjares se mezclan con nuevos negocios para los aficionados a la comida rápida o con nuevos locales que intentan seguir los pasos de esas viejas tabernas con solera que, por suerte, siguen existiendo en la ciudad.
El olor a morcilla, a chorizo, a cecina, a queso, a jamón, a fritos variados, a cordero asado, y demás placeres culinarios leoneses se mezcla con la embriagadora atmósfera que invade cada uno de esos establecimientos. Todo un apetitoso reclamo para entrar en estos santuarios de la gastronomía leonesa -si es que la invasión de fieles que acude a ellos lo permite y no tenemos que recurrir a la técnica de los empellones-, aproximarte al codiciado y sagrado altar y pedir a los solícitos taberneros, fieles siervos actuales de aquel dios Baco, algo con que humedecer el gaznate y tranquilizar el estómago, satisfaciendo, así, las necesidades proteínicas y vitamínicas que nuestros pobres cuerpos bulímicos reclaman.

Y si la visita se realiza en Semana Santa, como así fue en mi caso, parece que es de obligado cumplimiento saborear la típica limonada. Todos estos templos de la gastronomía leonesa colocan, de manera bien visible, el anuncio de “Hay limonada”. Una, que es muy ingenua, se imaginaba que, como la época estival y el calor empezarían a acechar muy pronto por esas tierras leonesas, todas estas tabernas comenzaban a elaborar dulces y sanos refrescos realizados con el zumo de los limones. Hasta que mi acompañante, tan ignorante como yo en cuestión de limonadas leonesas, pero más observador, descubrió que no se trataba de esa bebida fría y saludable.
-          “¡¡Ah no!! ¿Y entonces qué es?”, le pregunté.
-          “Es una mezcla de vino tinto con trozos de frutas”, me respondió él.
Efectivamente, tras observar atentamente yo también, averigüé que la famosa limonada, del color rojizo del vino, la tenían ya elaborada en jarras y lista para servir en vasos achatados. En esas jarras podía apreciar el color morado tan característico del anhelado zumo de uva mezclado con la policromía que ofrecen diversos trozos de frutas variadas flotando por todo el interior del recipiente.
Por suerte, mientras fui desconocedora de los ingredientes de la famosa limonada, no se me ocurrió pedirla en ninguno de los locales en los que entramos durante los tres días que pasamos en León. El ridículo que podría haber hecho yo, por culpa de mi ignorancia en materia de limonadas leonesas, en el momento en que me la sirvieran sería histórico y la consecuente vergüenza que pasaría provocaría que mi rostro adquiriese el mismo color de esa limonada:
-          “No le he pedido un vino, le he pedido una limonada”, le habría dicho al atento camarero.
Aunque creo que existen varias interpretaciones sobre el origen de la limonada leonesa, también denominada “matar judíos”, parece que hay que remontarse a tiempos medievales, cuando, durante la celebración de la Pascua, los cristianos leoneses se acercaban a la judería –el Barrio Húmedo- para vengarse de los judíos, puesto que los consideraban los autores de la muerte de Cristo. Pero a pesar de que durante esos días de carácter religioso, no se permitía el consumo de vino, tanto los guardias, encargados de velar por el buen orden público, como otras autoridades daban su consentimiento para que, en aquellos mesones, se sirviese una bebida elaborada con vino, limón, azúcar y agua. De esta forma, gracias a la embriaguez producida por ese brebaje, los cristianos desistían de tales intenciones violentas.
Está claro que el Barrio Húmedo de León, posiblemente una de las mejores zonas de vino y tapeo de España, ha sabido reforzar y conservar la esencia de la sabrosa cocina autóctona leonesa. Ir de vinos por este barrio es comparable a toda una celebración religiosa pero de índole gastronómica, todo un ritual que ningún visitante debe olvidar realizar. Como bien le dijo el jamón al vino: aquí te espero, buen amigo, también el Barrio Húmedo ahí está, aguardando por sus acólitos para que cumplan con el recorrido procesional por muchos de sus tradicionales santuarios gastronómicos del buen beber y del mejor comer.


miércoles, 25 de abril de 2012

Ferrol, una ciudad por descubrir.

Pescadora, industrial y militar, nació unida al mar, primero como villa marinera y pesquera, más tarde como potencia militar y naval; y, todo ello, gracias a su angosta y apacible ría, y a su puerto natural, al que se accede surcando las aguas vigiladas por sus dos imponentes guardianes: los castillos de San Felipe y de A Palma.

El barrio de A Magdalena, emblema de la ciudad.
Inicio mi recorrido por el barrio de Ferrol Vello que aún mantiene un sabor marcadamente medieval en sus callejuelas y plazas. Los restos de esta humilde villa marinera se conservan frente al muelle de As Curuxeiras y  el visitante los puede apreciar en las estrechas y empedradas calles y en algunas casas marineras con balcones de madera que, todavía, perviven en lo que fue el barrio de pescadores. Resulta agradable el paseo por la zona de su puerto, recientemente recuperada y animada con concurridas terrazas.

Pero Ferrol es, sobre todo, la ciudad de la Ilustración. Su trazado y arquitectura racionalistas son un claro ejemplo del nacimiento de una ciudad en la segunda mitad del siglo XVIII.
Mi visita a esta población implica un paseo obligado por el barrio de A Magdalena, una joya urbanística, declarada conjunto histórico-artístico en 1984, y de los más singulares que podemos encontrar en Galicia.
El rearme naval y la construcción del Arsenal, necesarios para el desarrollo de la flota de guerra española, en la época de la dinastía borbónica, han sido los dos factores que impulsaron el nacimiento de la ciudad. Surgió, así, un Ferrol industrial y militar de primer orden, iniciándose una etapa de gran prosperidad y expansión urbana. 

El levantamiento del astillero implicaba la construcción de un barrio obrero, el de Esteiro, para albergar a los trabajadores de esa factoría naval; y, por otro lado, la construcción del Arsenal conllevaba el nacimiento de su correspondiente barrio de nueva planta, de carácter burgués, el barrio de A Magdalena, que toma el nombre de una ermita que existía en esa zona. En este nuevo asentamiento se alojaban los comerciantes, ingenieros, matemáticos, arquitectos, oficiales y funcionarios de la Marina de la época.
El proyecto de este nuevo barrio responderá a un trazado ortogonal constituido por seis calles longitudinales, paralelas al Arsenal y nueve transversales, todas con un ancho de 10 varas castellanas. En esta cuadrícula de calles perpendiculares y paralelas, tan planificadas, también se trazaron dos amplias plazas regulares –la de Amboaxe y la Plaza de Armas-, dando lugar a un conjunto urbano neoclásico basado en la exactitud matemática y en la simetría, según los dictámenes de la razón, fiel reflejo de la Ilustración.

Al realizar mi recorrido por esta “tableta de chocolate”, compruebo que la pavimentación de las calles todavía se conserva en muchos puntos del barrio y que la perfección de su trazado y su posición central le otorgan al barrio ferrolano de A Magdalena un indudable protagonismo urbano. Descubro que, a lo largo de los restos de su alameda, creada en su momento como espacio de esparcimiento, se levantan algunos de los ejemplos de arquitectura civil y religiosa, demandados en cada época: la Iglesia-Concatedral de San Julián (patrón de la ciudad), de estilo neoclásico;  el mercado; el teatro Jofre, de estilo ecléctico y una de las más significativas construcciones teatrales del siglo XIX; la oficina de Correos, la prisión municipal, convertida, años más tarde, en el edificio del Gobierno Militar y, transformada, hoy en día, en la Fundación Caixa Galicia; sin olvidarme de edificios perfectamente ubicados en otras zonas de este barrio neoclásico como el Parador Nacional de Turismo, en los terrenos del antiguo convento de San Francisco, cuya iglesia contiene un retablo mayor de Ferreiro; el edificio de Capitanía General con sus hermosos jardines de magnolios y estatuas, o  el antiguo Hospital de Caridad, hoy convertido en el centro cultural Torrente Ballester.




A este peculiar trazado, marco privilegiado para admirar las vistosas procesiones de Semana Santa, o para deleitarnos con los cánticos que las rondallas dedican a ensalzar a la mujer ferrolana en la denominada Noite das Pepitas, hay que añadir la estética de sus edificios. Me place admirar los  magníficos modelos de viviendas, con fachadas de cantería y con balcones de hierro forjado, que parecen hechos de encaje, y colocados sobre ménsulas pétreas -como en el edificio de la sede del Ateneo Ferrolano-; o la larga sucesión de galerías del siglo XIX y elegantes miradores acristalados de madera pintados de blanco, algunos con un aire palaciego, tras los cuales transcurrían las vivencias  familiares. Todos estos atractivos elementos otorgan a estas calles rectilíneas, evocadoras de aires de otra época, un carácter de gran uniformidad y belleza. Al contemplar este conjunto arquitectónico, no puedo evitar  recordar un pequeño párrafo de la novela de Xavier Alcalá, ambientada en la época de la Ilustración, “Alén da desventura”: “Amañecía con sol de maio sobre as rúas rectas da Magdalena. Nas casas altas, de boa pedra, mellor madeira e moito vidro, tal vez houbese xente a espertar con grandes ideas, pero o granito brilloso do pavimento non retinía co bater dos zocos que xa animaba as ruelas de Esteiro deixadas atrás. Moito medrara Ferrol….”
Con la entrada en el siglo XX, se van a desarrollar arquitecturas de autor que se manifiestan en edificios singulares de estilo modernista, especialmente de la mano del arquitecto municipal Rodolfo Ucha, y que estarán entre los ejemplos más valorados de este barrio en donde el cemento y el hierro darán a las viviendas un aspecto delicado y muy elegante, siempre integrándose y respetando los anteriores estilos arquitectónicos.
Rodolfo Ucha creará unas llamativas galerías y miradores con decoraciones naturalistas y geométricas, algunos decorados con mascarones que parecen contemplar el paso del tiempo, y que convierten estos edificios en magníficas obras maestras de la arquitectura gallega que todo paseante deberá contemplar. El Hotel Suízo, el Casino, la Casa Romero, la Casa Pereira, la Casa Mariño, el Edificio Correo, o el pabellón de la Pescadería, en el mercado central, son muestras de esta arquitectura de estilo modernista que otorgan una fuerte personalidad al  histórico barrio ferrolano.


  No puedo olvidar, en este paseo por la ciudad de la Ilustración, el modesto barrio de Esteiro  y sus edificios del antiguo hospital militar, hoy  restaurados y convertidos en campus universitario junto con la Biblioteca Universitaria del Patín que, en su día, fue casa de vecinos.

El recorrido por A Magdalena evidencia un proceso singular, surgido en Galicia en el siglo XVIII: el nacimiento de toda una ciudad, en muy pocos años, a partir de la nada, una intervención urbanística completa en donde se consigue fusionar, en el mismo espacio, el trazado racionalista de la época de la Ilustración con los edificios de estilo modernista del siglo XX. El barrio ha llegado hasta nuestros días como una demostración de lo que fue la historia de la arquitectura urbana de los últimos 250 años. La percepción de imagen unitaria que le ofrece al visitante es consecuencia de las distintas ordenanzas municipales que, desde el siglo XVIII, fueron surgiendo para unificar los criterios compositivos de las fachadas. Aunque hay que señalar que, en el año 1961, con el Plan General de Ordenación Urbana, se iniciará un proceso que modificará, gravemente, la imagen del barrio con la construcción de edificios de altura y volumen excesivo.
Con la declaración de Conjunto Histórico, en el año 1984, se abrirá una etapa donde predominará el respeto en las intervenciones de rehabilitación.
       
Ferrol, naval y militar.
El empeño por querer convertir Ferrol en una gran potencia naval y militar conllevó la construcción de un grandioso Arsenal en 1749, dando como resultado una magnífica obra de ingeniería de la época. Cuando me adentro en él, por la Puerta del Dique, de porte neoclásico, descubro que su interior alberga las mejores edificaciones de ese estilo arquitectónico, con un predominio de la horizontalidad y de la racionalidad: el Almacén General, los talleres; la puerta de Fontelonga, único resto que se conserva de las entradas por mar al Arsenal; el edificio de Herrerías en el que se habían instalado las forjas y el taller de fundición y que hoy en día se ha convertido en sala permanente de la Exposición Nacional de la Construcción Naval; la Cortina, una muralla fortificada de más de 500 metros de longitud que emerge del mar y que todavía conserva los cañones que defendían el Arsenal de los ataques marítimos, constituyendo un conjunto de gran plasticidad; el Dique de la Campana, considerado, en su momento, como uno de los más grandes del mundo y que, actualmente, continúa prestando sus servicios a la Armada; y, sobre todo el Cuartel de Instrucción o Sala de Armas, una majestuosa construcción, considerada como uno de los edificios neoclásicos más relevante de Galicia; sin olvidarme de la Biblioteca de la Zona Marítima del Cantábrico con un fondo bibliográfico de más de de 30.000 volúmenes, ni tampoco del Museo Naval, que nos relata, de una manera visual, la historia de la Armada Española y que guarda, entre sus fondos, interesantes muestras cartográficas, restos arqueológicos de barcos hundidos, maquetas de navíos, piezas de armamento, objetos de uso cotidiano…  
“….le mostré la ciudad, “mírala, ahí orillando la ría y trepando por la colina, rodeada de baluartes y de murallas caducas: ése es el arsenal, aquélla la cortina del parque, en otro tiempo defendida por sesenta cañones que siguen allí de adorno; ves la dársena, con los barcos atracados, y el muelle del comercio. Eso es lo que queda cerca y es el centro del mundo….”
                                                   Gonzalo Torrente Ballester. “Dafne y ensueños”
 






   
Ciudad de castillos.  
Continuo este recorrido por el Ferrol monumental y militar con la visita a otro de los emblemas que la identifican: el impresionante castillo de San Felipe que, frente a frente con la fortaleza de A Palma, en el vecino municipio de Mugardos, y que junto con el de San Martín, hoy en día en estado de ruina, y el de San Carlos, se erigen como guardianes de la ría ferrolana. Las cuatro fortalezas constituyen un espectacular complejo defensivo.
En el siglo XVI, las buenas condiciones naturales de la ría y el pequeño puerto pesquero, se consideraron factores adecuados para la reparación y abrigo de las flotas. Con el fin de asegurar su protección de los ataques de los corsarios ingleses, Felipe II encargó la construcción, a la entrada de la ría, de los castillos, asegurando, de esta forma, no sólo su defensa y la protección de la villa de los ataques de la flota inglesa, sino el establecimiento en Ferrol de un potente centro militar. Y, acompañando a las tres fortalezas, varias baterías costeras que transformarían el paso por estas tranquilas aguas en una trampa para los navíos enemigos.
Me dirijo a las pequeñas y pintorescas villas de pescadores de A Graña y San Felipe que todavía lucen sus casas abalconadas y en las que descubro hermosas estampas marineras. El imponente y amenazador castillo de San Felipe, de excelente cantería, penetra en la ría ayudando a estrecharla más. Tanto este fuerte como el de A Palma -convertido en prisión militar después de la Guerra Civil y hoy fuera de servicio- además de mantener una posición estratégica en la ría, eran el punto de sujeción de los cabos de una cadena de hierro submarina que, en caso de peligro, cerraba el acceso a la bocana.


















Es magnífica la vista que nos ofrece el castillo de San Felipe desde la otra orilla, sobre la fortificación de A Palma. La fortaleza se integra en el paisaje de tonos verdes, en el macizo de piedra color sepia que se adentra en las tranquilas aguas. Ya en su interior, aprecio el trazado geométrico y la arquitectura precisa en las baterías, las garitas, las caponeras, el hornaveque, el patio de armas que guarecía la vida cotidiana de los soldados y demás soluciones disuasorias que ayudan a conformar un alarde de ingeniería militar defensiva. Así parecen manifiestarlo los siguientes versos populares:                   
                            “Castillo de San Felipe
                              prepara tu artillería
                             que se acercan los ingleses
                             por la boca de la Ría”.
No es extraño que se intente que ambos castillos sean declarados, por la UNESCO, candidatos a convertirse en Patrimonio de la Humanidad.

Ferrol natural.
Desde las almenas de San Felipe observo una perspectiva impresionante de la ría verdeazul que, junto con la belleza del entorno natural que la rodea, constituye un inigualable recurso paisajístico que me invita a la contemplación: promontorios redondeados que perfilan la entrada de la ría; montes de Brión, testigos del triunfo de los habitantes de esta zona sobre el ejército inglés; sucesión de arenales y de playas abiertas al mar -la de Doniños con su laguna (la tradición asegura que bajo sus aguas descansa la aldea de Valverde), la de Ponzos, Covas, Santa Comba o San Xurxo-; los cabos rocosos de Prioriño y Prior contra los que las salvajes aguas del Atlántico baten con fuerza; las islas de As Gabeiras y de Santa Comba, sobre la que se asienta una pequeña ermita; los restos de las murallas del castro de Lobadiz; o la cumbre y ermita de Chamorro. Todo ello conforma un conjunto que hacen de esta comarca un espacio privilegiado e inolvidable, un lugar imprescindible para conocer más a fondo esta hermosa tierra gallega.














Ferrol, Patrimonio de la Humanidad.
En los últimos años, se ha planteado la necesidad urgente de diseñar un programa de renovación y revalorización del espacio urbano central de la ciudad que, apoyándose en los valores que posee, ayude a transformar la imagen poco atractiva que, para algunas personas desconocedoras de la evolución arquitectónica e histórica de la ciudad, parece proyectar.
De esta forma, a partir del año 2002, se pone en marcha el Área de Rehabilitación de Ferrol Vello y del barrio de A Magdalena que, junto con la declaración de Área de Rehabilitación integral de la villa de A Graña en el 2005, emprende la recuperación de la arquitectura de estos barrios históricos, abandonados y maltratados por intervenciones poco afortunadas.
Por su interés patrimonial e histórico, todo el conjunto arquitectónico del Arsenal, además de los castillos de San Felipe y de A Palma, constituyen, en la actualidad, una candidatura indiscutible para su declaración como Patrimonio de la Humanidad.           
El interés para que Ferrol opte a esta candidatura se ha convertido en algo prioritario con el fin de afirmar su autoestima y entrar en los circuitos internacionales y nacionales de turismo cultural. Su gestión sostenible requerirá conciliar la conservación de su patrimonio con nuevas perspectivas turísticas dinamizadoras y responsables.
 Así doy por finalizada mi ruta por Ferrol, ciudad que sufrió siempre los vaivenes y las vicisitudes de la economía y de la política estatal, viviendo etapas de decadencia y etapas de renacimiento. Para recorrerla, primero debemos superar los tópicos acomodados que la consideran como una ciudad austera, gris y nada vistosa.




miércoles, 18 de abril de 2012

Castrillo de los Polvazares, el templo del cocido maragato.

Hasta hace unos ocho años, aproximadamente, desconocía la existencia de Castrillo de los Polvazares, pueblo ejemplar y de gran valor monumental de la comarca de la Maragatería leonesa, junto al Camino de Santiago, que ha sabido conservar, como pocos, su esencia más pura, su arquitectura popular de mampostería de piedra rojiza, el diseño de sus calles anchas totalmente empedradas con cantos -aquí el asfalto no existe-, sus costumbres, su cultura y, como no, su gastronomía, concretamente su sabroso cocido maragato.Tuve la oportunidad de visitarlo por aquel entonces. Aprovechando los días festivos de primeros de diciembre, decidimos mi pareja y yo pasar tres días en Astorga. Recuerdo que fueron aquéllos días de frío crudo e intenso, en los que yo esperaba ver nevar. Pero el cielo plenamente azul, sin rastro de nubes, a pesar del ambiente gélido, no presagiaba nieve, en absoluto.

El día que nos acercamos hasta Castrillo, declarado Conjunto Histórico Artístico, situado a sólo cinco kilómetros de Astorga, el frío era tan cruel y despiadado que no invitaba, ni por asomo, a un tranquilo paseo por el pueblo. Después de realizar un breve y apurado recorrido por su calle principal – la Real-, decidimos entrar en uno de sus tantos restaurantes abiertos en los últimos años, para acogernos al calor y al abrigo que su interior nos brindaba, y degustar su exquisito cocido maragato.

Este año 2012, elegimos la ciudad de León como destino vacacional para pasar los días festivos de Semana Santa. Y ya que Astorga y Castrillo de los Polvazares nos coincidían en el camino, realizamos una nueva visita a este pueblo de raigambre arriera, para saborear, otra vez, su cocido maragato.
Nos sorprendió la calurosa y rumbera bienvenida que un músico y guitarrista callejero, sentado a la puerta de una de las casas, a la misma entrada del pueblo, ofrecía a todo visitante, dedicándole, desinteresadamente, divertidas rumbas improvisadas. Días más tarde, investigando por Internet, averigüé que se llama, o se hace llamar, José Aleluya y que se gana la vida de esta forma.

En esta nueva ocasión, la agradable temperatura sí que invitó al pausado recorrido por toda esta pequeña localidad de Castrillo, descubriendo sus auténticas viviendas arrieras de altos muros que las aíslan, celosamente, de la mirada y la curiosidad de cualquier paseante y extraño. Entrando en algunos de sus restaurantes que, en su momento, fueron casas arrieras, es posible imaginar sus antiguas dependencias, transformadas y rehabilitadas, actualmente, en los comedores de estas magníficas posadas del siglo XXI que abundan por todo el pueblo. Pero no por ello han perdido su carácter arriero. Algunas de las viviendas, además, presumen de grandes escudos en sus fachadas e intentan conservar sus motivos y utensilios decorativos más costumbristas y tradicionales. Todas ellas ofrecen un variado colorido de tonos verdes, azules y marrones en las ventanas e imponentes portalones de madera con arcos de medio punto. Y es que uno de los elementos arquitectónicos más llamativos de estas construcciones arrieras son sus grandes puertas que permitían, a través de sus amplios umbrales y del zaguán, el acceso de los carros de los arrieros a los espaciosos patios empedrados de su interior, el punto neurálgico y organizativo de la casa, donde se distribuían las cuadras de los animales y otras dependencias relacionadas con el trabajo y la vida del arriero. La planta superior estaba destinada a las habitaciones.

A lo largo de este tranquilo paseo por uno de los pueblos más hermosos de la comarca leonesa de la Maragatería me sorprendió el busto de la escritora Concha Espina, esculpido en la fachada de unas de las casas de la plaza, frente a la iglesia. Parece que la escritora pasó una breve temporada en Castrillo inspirándose en sus mujeres y en su entorno para escribir su obra “La esfinge maragata”.
La principal actividad económica de los antiguos habitantes de este pueblo de fuerte sabor añejo fue, por tradición, la arriería. Los arrieros eran comerciantes que se desplazaban entre Galicia y Castilla, principalmente, dedicándose al intercambio de productos entre ambas regiones, ayudados por el único medio de transporte del que, entre los siglos XVI y XIX disponían: el carro. La amplitud de sus calles es una clara consecuencia de esa actividad económica, facilitando el tránsito de esos carros y de las recuas de animales de carga. Incluso los poyos de piedras arrimados a las paredes de las viviendas, a ambos lados de los portalones, se diseñaron como ayuda para subirse a las mulas y caballos.
Con la llegada del ferrocarril, a finales del siglo XIX, y la apertura de las comunicaciones entre la meseta y Galicia, la actividad arriera y, consecuentemente, los arrieros fueron desapareciendo, pero no esta representativa villa que parece haberse estancado, por suerte, en el tiempo, manteniéndose incólume para los que somos amantes y defensores de la conservación de la arquitectura popular y tradicional.

Actualmente, Castrillo no alcanza los 100 habitantes. Pero cuando llega el fin de semana o los períodos vacacionales, las calles de este pueblo se llenan de visitantes, paseantes y turistas atraídos por los aromas y los sabores que desprende su sabroso y contundente cocido maragato. Un plato que, a diferencia de otros cocidos que estamos acostumbrados a degustar, se empieza a comer al revés. Primero, es el turno de las carnes: chorizo, partes del cerdo, ternera, pollo. A continuación, son protagonistas los deliciosos garbanzos y el repollo. Y, ya por último, es de obligado cumplimiento saborear una exquisita sopa realizada con el agua de cocción de las carnes. Y no hay que olvidar la imposición de acompañar este delicioso manjar con un buen vino.


No tengo demasiada clara la razón de porqué se come a la inversa. Hay quien establece el origen de esta peculiar forma de deglutir el cocido maragato al asedio que sufrió la localidad vecina de Astorga durante la época napoleónica. Ante una posible e inminente batalla, los soldados de Napoleón decidieron dejar la sopa para lo último y empezar por las carnes, verduras y legumbres; pues, sobre todo las primeras les proporcionaban las proteínas suficientes en caso de que el enemigo realizase un ataque por sorpresa: “de sobrar algo que sobre la sopa”. También hay quien vincula esta costumbre gastronómica del cocido a los mismos arrieros que decidían dejar el delicioso caldo para el final con el objeto de que las carnes no enfriasen. Quizá la versión más acertada sea la que explica que cuando los arrieros realizaban sus rutas por Castilla y Galicia, llevaban consigo un recipiente circular de madera donde guardaban trozos de carne de cerdo cocida. Al realizar las correspondientes paradas y descansos en las posadas de la ruta, comían primero esas carnes ya frías y, posteriormente, pedían al mesonero una sopa caliente.


El caserío de Castrillo de los Polvazares constituye un placer visual. Su tranquilo recorrido se convierte en un gratificante y didáctico paseo en el que cada arquitectura y cada piedra se ha transformado en guardián de auténticas costumbres ancestrales que cobija, además, secretos a descubrir por el viajero; y en el que el cocido, su principal identidad gastronómica, se transmuta en un deleite gustativo para el paladar, en toda una explosión de agradables aromas, sabores y sensaciones. En definitiva, una visita para no olvidar.