Así se titula una
breve obra de Rafael Chirbes publicada en Anagrama y que descubrí hace unos
meses gracias a la mención que de ese libro hace Paco Nadal, periodista de El
País, en un interesante blog de viajes y con el que me tropecé de casualidad,
navegando por este mundo virtual. Blog que, además, aconsejo seguir, pues
acostumbra a publicar artículos y reseñas bastante interesantes. Para todo
aquel que esté interesado en visitarlo, esta es la dirección: http://blogs.elpais.com/paco-nadal/.
Como acabo de
indicar, precisamente, uno de sus artículos, titulado “Mediterráneos”, hace referencia, al trabajo de Rafael Chirbes y
que, según Paco Nadal, es “…de lectura obligada a
los ciudadanos y a los forasteros enamorados de este mar-nación”.
En
una de sus primeras páginas, Rafael Chirbes comenta: “Hay gentes, libros o ciudades que no entendemos, pero que nos atrapan
y nos obligan a visitarlos una y otra vez, seguramente porque advertimos en
ellos indicios de que esconden algo que nosotros buscamos”…. “Esos libros, ciudades y gentes inquietantes
acaban formando necesarias piezas de nuestra identidad”.
Unas
páginas más adelante, Rafael Chirbes indica que “Mediterráneos” trata “de los
ecos y espejos cuyas imágenes multiplicadoras han acabado por devolverme
siempre a mí mismo. De cómo viajar es leer mejor en unas páginas que ya se
habían leído”.
Completo
esta introducción con la aportación que realiza Paco Nadal sobre el
Mediterráneo y que me parece de lo más sugerente: “El Mediterráneo es el azul de una cala del Adriático, el blanco de una
iglesia ortodoxa en Mikonos,
el verde de los olivos de Djerba.
El Mediterráneo es el violinista armenio que me amenizaba las cenas en la playa
de la isla turca de Kekova,
el viento húmedo de Levante, los pueblos blancos llenos de buganvillas de las
costas de Orán,
la ruinas de Siracusa,
la sabiduría perdida de la biblioteca de Efeso
o de Alejandría.
Es la civilización que creció en torno al vino y el aceite de oliva. Es un oasis de palmeras que sume en
la penumbra el vergel y alienta un pequeño mundo de huertas, norias, azarbes y
acequias.”
A
lo largo de la breve y amena obra de Rafael Chirbes, formada por varios
artículos, escritos para una revista en los años ochenta y noventa del siglo XX,
el autor, a través de sus impresiones, recuerdos, sensaciones e improntas que
han marcado sus viajes, nos traslada a Creta, a Valencia, a Estambul, a Lyon, a
Génova, a Venecia, a Alejandría, a la ciudad tunecina de Gabes, a Denia, a El
Cairo, a Benidorm y a Roma.
De Valencia, Rafael Chirbes destaca su
bullicioso Mercado Central que visitó, por primera vez, en su niñez y que le
cautivó con su amalgama de colores, su fusión de olores y sonidos, voces y
personas; emociones y sensaciones que las revivió, años más tarde, en otros
mercados mediterráneos.
De Estambul, el autor recrea los paisajes y paisanajes de la orilla
europea y la asiática: los pescadores intentando vender su fresca cosecha
marina, el puente colgante, las colinas, las barcas de madera flotando sobre
las aguas del Bósforo, las magníficas cúpulas de las mezquitas y los fieles
creyentes que acuden a ellas a rezar, los alminares, los antiguos palacios, el
movimiento de los ferris entre Asia y Europa llenos de pasajeros de profesiones
y características diversas, las tiendas y establecimientos comerciales de
carácter europeo…. En definitiva, su historia antigua y moderna. Y como no, sus
bulliciosos bazares repletos de gentes, de cafés y de olorosas especias, de
brillantes metales, de delicadas sedas de colores, de magníficas alfombras,…
A Lyon la califica como una ciudad
situada en una encrucijada de caminos culturales que, dependiendo siempre de
donde el viajero proceda a su paso por ella, puede mostrar sugerencias o
atributos cercanos a una ciudad europea o a una ciudad mediterránea. Tampoco se
olvida Rafael Chirbes de los olores mediterráneos a lavanda, a ajo y perejil, a
hierbas aromáticas, o a azafrán que la impregnan.
De nuevo, los aromas
culinarios de esencias y especias mediterráneas se repiten en su visita a la
ciudad de Génova, que fue un importante
centro de banqueros y comerciantes a partir del siglo XI, urbe de magníficas
arquitecturas civiles y religiosas que pueden depararle al viajero más de una
sorpresa. Chirbes se lamenta de que aquella ciudad rica y próspera corra el
peligro de entrar en decadencia.
Nuevas avenidas y
edificios se mezclan con los alminares, con las mezquitas otomanas y árabes, con
las sinagogas, las iglesias coptas, testigos, todos ellos, del antiguo
esplendor de una gran urbe cosmopolita como es la ciudad de El Cairo. Una población que reúne e
integra razas, estilos de vida, modos arquitectónicos y religiones diferentes. Y
en el horizonte desértico de esta urbe, las pirámides. Aquí la historia se
esconde y florece por sus inmensas piedras. No puede faltar la alusión a Khan
Khalili, su viejo zoco, en donde se mezclan puestos de artesanía con los
típicos cafés y en donde los hombres de viejas pieles arrugadas, tostadas por
el sol, comparten el narguile. Para el autor, El Cairo, es un inmenso mercado.
Me ha fascinado la descripción que Chirbes hace, precisamente, del viejo,
vitalista e insalubre mercado de Rud Al Faraka y de su entorno: “Mucho antes de llegar al edificio central
del decrépito mercado de Rud Al Farak el viajero se siente ya aturdido por el
ajetreo de animales de transporte, de vehículos de motor cargados hasta los
topes de todo cuanto las riberas del Nilo producen. Por todas partes se elevan
altos muros de verduras perfectamente embaladas en cajas de tejido vegetal, y
aturden los perfumes de las naranjas y granadas, o de los manojos de menta y
coriandro, a los que se mezcla el olor de excrementos y sudor de las bestias
fatigadas por largos recorridos y también el del humo que desprende la grasa de
cordero al quemarse en los carbones encendidos de las cocinillas. Atruena el
ruido de las ruedas de madera de los carros al golpear contra el suelo, y se
contrapuntea con los que emiten las bestias –ruidos de cascos, relinchos- que
se añaden a las voces de compradores y vendedores, a los gritos de mayoristas y
descargadores”.
“El Cairo ofrece a quien quiera y sepa leerlo un
complicado y bello palimpsesto, en el se mezclan las historias e ilusiones de
turcos, armenios, egipcios, persas o judíos”.
Resulta ocurrente e
ingeniosa la descripción que Rafael Chirbes realiza de otra ciudad
mediterránea: Benidorm. Dice el
autor que aún está por rodar el capítulo dedicado a esta población mediterránea
para las series de National Geographic, series que muestran los esfuerzos por
sobrevivir de muchas especies animales. Pues, efectivamente, faltaría un
capítulo ofrendado a Benidorm y a esos jubilados y personas enfermizas que,
durante los inviernos “anidan en Benidorm
y ocupan alguna de las miríadas de celdillas de esas gigantescas y verticales
colmenas construidas por el hombre… Ese capítulo de National Geographic tendría
que contar cómo, en los meses de temporada baja, cientos de miles de ejemplares
humanos de la tercera edad atraviesan el continente y recalan en este rincón
del Mediterráneo para su hibernación”. De nuevo, la especulación y el
desarrollo urbanístico que destruyen y modifican el paisaje y paisanaje de
muchas poblaciones mediterráneas y no mediterráneas y de las que, como recuerdo
de lo que fueron, sólo queda, en muchos casos, el mar y el cielo.
De la bella e
imperial ciudad de Roma, rebosante
de arte, de seducción y de monumentos y de la que Rafael Chirbes dice que “no ha parado de hacerse y deshacerse durante
casi tres milenios”, el autor relata su reencuentro con ella un día frío de
invierno, en la soledad de sus plazas y calles, contemplando cada iglesia, cada
palacio, cada fuente y estatua con la tranquilidad que se necesita, sin el
agobio de marabuntas turísticas humanas. Son varias las Romas que el escritor
percibe en su visita y que, gracias a la magia que las imbuye, se pueden unir
todas ellas en una sola Roma.
La memoria genética
está presente en todas estas ciudades: en la mezcla y en la diversidad de culturas
y de razas mediterráneas, en los viejos
rostros marcados por las arrugas de la experiencia, en las pieles de los
hombres tostadas por el esfuerzo diario, en el fuerte olor dulzón a mar, a
salitre, a algas, en los paisajes vírgenes, en su verdor o en su aspereza, en
las siluetas de las barcas, en las mismas miradas repletas de sabiduría de las
gentes, en las escenas de pesca, en los palmerales, en los hombres que
disfrutan de sus jubilados momentos de ocio en los bares típicos de los mercados,
puertos y zocos, en los cultivos ordenados y mimados, en el viento
mediterráneo, en la inmensa llanura del mar, en la claridad y la pureza de la
luz,…. Son los elementos de un pasado, de una historia, de unas raíces, de una
memoria mediterránea.
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