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domingo, 29 de septiembre de 2013

La villa lírica de Padrón (I)



Una composición de rincones escondidos y tranquilos, de atractivos secretos inalterados, de impresiones misteriosas y sensaciones sosegadas. Así es esta comarca padronesa que reposa sobre una creación literaria y paisajística, recorrida por los poemas de Rosalía, al fondo de la bella ría de Arousa y en la confluencia de las vegas de los ríos Ulla y Sar, en el centro de una tierra hermosa, fértil, llana y apacible, testigo de la desesperación última de Macías O Namorado, y cuna de ese hábil y gran manipulador del lenguaje como fue Camilo José Cela. Todos ellos han dejado en la villa y alrededores sus huellas literarias y su halo sentimental. Ni Padrón ni Iria Flavia, rebosantes de historia,  serían las mismas sin sus estrofas, versos, metáforas, palabras y sensibilidad.

Padrón y alrededores.
Padrón, municipio situado en el extremo suroccidental de la provincia de A Coruña, se extiende sobre un amplio valle, bañado por las aguas del Sar y protegido por los montes de Miranda y Santiago. Su historia no se puede desvincular de la antigua ciudad de Iria Flavia, población romana de cierta envergadura. Más tarde, el devenir histórico de esta villa se vio reforzado por las leyendas jacobeas que relatan la llegada y amarre, a su puerto medieval, de la misteriosa barca que transportaba el cuerpo del Apóstol Santiago, después de un largo viaje desde Judea.
Durante la Edad Media, Padrón e Iria Flavia se convirtieron en paso obligado para todo peregrino que llegaba a Compostela a través del mar. De esta forma, la tradición nos ha legado la ruta jacobea marítima, entrando por la ría de Arousa y pasando por Iria. Pero su importante desarrollo y crecimiento convirtieron estas codiciadas tierras en un objetivo deseado por árabes, normandos y vikingos. Para defenderlas, se hizo necesaria la construcción de las famosas Torres del Oeste o de Catoira, mandadas edificar por el Obispo Cresconio. La época de plenitud de Iria Flavia decayó, una vez descubiertos los restos del Apóstol. A partir de los siglos XII y XIII, su proximidad a la ciudad de Santiago ha hecho de ella lugar de acogimiento de los obispos compostelanos.


Gran parte de la historia de esta comarca se refleja en las esculturas y edificios religiosos como el Cruceiro Plateresco de Fondo da Vila, las iglesias de Santiago y del Carmen, el convento de San Antonio, o la Colegiata de Santa María Adina; también en las construcciones civiles –como en el Palacio de Quito, del siglo XVII, con magníficos soportales, manifestación de arquitectura barroca y que fue residencia del arzobispo de Quito, o en el Alfolí do Sal, un almacén de sal, de estilo románico del siglo XII.





Por otro lado, su historia literaria, popular y costumbrista queda patente en sus estatuas, como la de Cela en el paseo del Espolón, la de Rosalía -situada en frente de este último-, la de la Sementeira -dedicada a la vendedora de semillas, la de A Pementeira -un homenaje a las gentes que cultivan los pimientos de Padrón-, la de Macías O Namorado…





También sus calles, de origen medieval, nobles, antiguas y estrechas, junto con sus seductoras plazas, se despliegan y se integran por esta singular villa gallega. La muralla y diversas puertas, hoy ya desaparecidas, como la del Bordel, la de Fondo da Vila, la del Sol, la de Ponte de Santiago, la de la Barca organizaban estas calles y plazas. No hay que olvidar la acogedora alameda de viejos árboles, denominada el Paseo del Espolón, construida sobre el lecho del río Sar, en donde todos los domingos, se celebra el típico y concurrido mercado popular para adquirir sus abundantes y variados productos de la tierra, entre ellos los famosos pimientos.



Precisamente, muy cerca, en Herbón, tiene lugar, durante el primer fin de semana de agosto, la fiesta gastronómica, declarada de Interés Turístico, que exalta esos famosísimos pimientos locales. Además, allí, se encuentra el Convento franciscano de San Antonio, un conjunto de  sobrios edificios, protegido por una muralla cerca del río Ulla y dentro de una masa forestal de huertas frutales y árboles centenarios, con un claustro del siglo XVI y una iglesia del XVIII. La Historia relata que fueron los monjes franciscanos los que trajeron los famosos pimientos de América. Cerca de este templo conventual se sitúa la iglesia románica de Santa María de Herbón, del siglo XII, que conserva ábside, canzorros y puerta de ese estilo arquitectónico.





Volviendo al Espolón, contemplamos la iglesia de Santiago, de austero neoclasicismo, con un origen románico del siglo XII, y levantada por  Xelmírez. Del antiguo edificio religioso ya no queda apenas nada. Pero, actualmente, guarda bajo su altar mayor el Pedrón o columna de granito, que le da nombre a la villa. Se trata del ara votiva romana dedicada al dios Neptuno y que, según la leyenda, es el pedrón de ouro al que fue amarrada la barca de piedra que transportó el cuerpo del Apóstol Santiago a Galicia. 
Conserva, también, un púlpito de estilo gótico con una imagen de Santiago Peregrino. Un hermoso puente de piedra del siglo XIX, junto al Espolón, une las dos orillas del Sar que tan bien han inspirado a Rosalía. Si lo cruzamos, llegamos a la fuente del Carmen en donde se representa el bautismo de la reina Lupa, escena que se interpreta como la evangelización de estas tierras por el Apóstol. 

Tras este manantial, se levanta el elegante convento del Carmen, uno de los edificios de estilo Neoclásico más notables del siglo XVIII y que custodia magníficas esculturas. Su situación privilegiada, sobre un promontorio, en la ladera del monte San Gregorio, lo convierte en una magnífica atalaya para contemplar, desde su balaustrada, la villa de Padrón y gran parte de sus alrededores. En las inmediaciones, nos espera el típico lugar de Santiaguiño do Monte, el punto más elevado de esta comarca, lleno de referencias jacobeas, con capilla y altar dedicados a Santiago, sobre rocas de formas caprichosas en donde, según cuenta la leyenda, predicó el Apóstol por primera vez en esta tierra. Coincidiendo con el 25 de julio –día del Apóstol Santiago-, se celebra la romería de Santiaguiño do Monte en este venerado lugar. A ella alude, con estos versos, Fermín Bouza Brey:
                                               “O Santiaguiño do Monte
                                               non vin festa como ela:
                                               o que vai volve contento
                                               e o que non vai rabea”.


De vuelta al centro urbano de Padrón, no debemos olvidar la visita al Jardín Botánico, declarado Monumento del Patrimonio Artístico. Se trata de un acogedor vergel del siglo XIX, de diseño francés, el más grande de Galicia -dentro de sus características-, con una extraordinaria riqueza florística que conserva unas trescientas especies de exóticas plantas. La estatua de Macías O Namorado -poeta del siglo XIV- y sus versos imperecederos pasan casi desapercibidos entre el carballo, el loureiro, la fotinia serrulada de China, el ave del paraíso de Sudáfrica, el espino albar, especies procedentes del Himalaya, el palqui de Chile, el aliso italiano…. A Macías, oriundo de esta villa, con una vida turbia y una muerte más turbia aún, se le ha vinculado con el amor que conduce a la muerte, a la desesperación última provocada por amores imposibles y que manifestó ese sufrimiento amoroso en estrofas como ésta:
“Cativo de miña tristura
xa todos prenden espanto
e preguntan que ventura
foi que me tormenta tanto”.


Dejando el casco histórico padronés, el visitante puede dirigir sus pasos hacia el magnífico pazo de Lestrove -hoy transformado en casa de turismo rural-, enclavado en la pequeña vega del mismo nombre, y que acogió a arzobispos compostelanos. Rosalía inmortalizó este acogedor lugar en uno de sus poemas de Cantares Gallegos:
“Como chove miudiño,
como miudiño chove;
como chove miudiño
pola banda de Laíño,
    pola banda de Lestrove”.



Y si nos encaminamos hacia la parroquia de Iria Flavia, podemos contemplar el pazo de Arretén o Casa Grande del siglo XVII que perteneció a los antepasados maternos de Rosalía. En él, ella y su esposo, Manuel Murguía, pasaron largas temporadas. La escritora lo evoca en su obra Follas Novas con estos versos:
“Ó pé do monte, maxestuoso, erguíase
na aldea escura o caserón querido,
ca oliva centenaria
de cortinax ó ventanal servindo”.

Este impresionante pazo en donde la poetisa escribió parte de su trabajo literario, está recorrido por una espléndida arcada en uno de sus laterales que sostiene la terraza con balaustrada de piedra. Una elegante escalera termina por completar este suntuoso conjunto arquitectónico rural.


Todavía queda mucho más que contar sobre esta villa coruñesa, especialmente recuerdos literarios que serán el tema de la segunda parte de este trabajo sobre Padrón.

domingo, 18 de agosto de 2013

Paisaje cultural y subjetividad


Tuve un profesor en mi segunda etapa universitaria que nos explicaba, dentro de su asignatura sobre medio natural y paisaje, que este último se puede estudiar con criterios objetivos, pero también subjetivos. Asimismo, nos comentaba que el paisaje es una construcción intelectual de cada uno, por lo que hay tantos paisajes como observadores.

El paisaje es la apreciación visual y psicológica que todo individuo realiza sobre un territorio. Y es que la forma de contemplarlo tiene mucho que ver con la formación cultural que cada uno de nosotros hemos recibido y con nuestras experiencias. De ahí que cada sujeto tenga su particular percepción mental del paisaje. En la contemplación e interpretación de nuestros variados paisajes hay tres elementos que intervienen: el terreno en sí, el hombre y su propia percepción. Este último elemento sería el más subjetivo de los tres.



Igualmente, recuerdo que comentaba que todo paisaje en donde el elemento principal fuese el agua o las montañas es siempre más valorado, puesto que implica riqueza y fecundidad. No sucede lo mismo con los paisajes industrializados que reciben una valoración negativa. Estamos realizando, de esta forma, una interpretación cultural.

Cualquier paisaje, pues, está provisto de una carga material, pero también simbólica, cultural e identitaria. Territorio, naturaleza, cultura e historia se integran en un todo, son elementos y conceptos íntimamente relacionados. Si se destruye ese paisaje material se destroza la identidad propia. Por tanto, el paisaje tangible, físico se relaciona con un paisaje cultural, con un legado histórico. En definitiva, estoy aludiendo al paisaje cultural como resultado de diversos cambios provocados, a su vez, por luchas y cambios sociales, formado por una diversidad de elementos y fenómenos  variados, constituyéndose cada paisaje con rasgos propios e individuales.

Escribe Patrick O`Flanagan en su obra titulada “Xeografía histórica de Galicia” que “Os modelos de paisaxe derivan de hábitos culturais complexos e da conciencia de grupo que marcan as tradicións:dito doutro modo, a organización e estruturación de calquera paisaxe cultural emana do xogo activo entre procesos económicos e culturais; e este xogo de forzas ten lugar sobre o taboleiro da paisaxe”. El paisaje cultural, tal y como afirma Patrick O`Flanagan, se convierte en una importante fuente de información.



El paisaje, con sus componentes naturales, visuales, estructurales y antrópicos, es un elemento que, de manera sugerente, estimula nuestras emociones. Aquí entra un elemento importante: el placer de percibir y que tiene que ver con las valoraciones, las actitudes, las preferencias y con la ideología de cada uno. Esa percepción que realizamos de nuestros paisajes dependerá de las experiencias particulares y del nivel social y cultural de cada uno de nosotros. Un paisaje no lo percibe de la misma forma una persona urbanita, un neorrural o un rural. Así, pues, los usuarios del paisaje son variados al igual que también lo son sus percepciones, diferenciando los argumentos de los que conciben el paisaje como un medio económico para subsistir de los que lo consideran como un escenario para el disfrute de ocio y con carácter lúdico. Además de tener un importante valor patrimonial, nuestros paisajes tienen un gran valor sentimental.


Pero hay quien dice que los paisajes tienen que tener una función concreta y que si no la tienen están condenados a desaparecer, por lo que se haría necesario, según algunos paisajistas y geógrafos, seleccionar e incentivar unos recursos paisajísticos y sacrificar otros.
Me alegra saber que, desde hace unos años, se concibe el paisaje como parte del patrimonio de un pueblo y de una cultura, como un importante bien natural. Todo paisaje ha sufrido transformaciones a lo largo de su historia. Es una lástima que no siempre se puedan recuperar las huellas de lo que fue ese paisaje en tiempos remotos, puesto que considero el paisaje como un elemento destacable para comprender el desarrollo histórico de un pueblo.


Formamos parte hoy en día de una civilización que, desgraciadamente, degrada el medio natural que nos rodea. El valor ecológico de ese medio natural, su valor económico, estético y ético son motivos que tenemos que tener en consideración a la hora de respetar y cuidar nuestros paisajes, nuestro medio natural que nos ofrece unos aspectos antropológicos y unas formas de vida de carácter único.
Entender los paisajes culturales, los asentamientos, su planteamiento y diseño es, pues, un trabajo subjetivo y arduo, ya que su valor siempre se vinculará a la interpretación del observador.




sábado, 9 de febrero de 2013

Mediterráneos


Así se titula una breve obra de Rafael Chirbes publicada en Anagrama y que descubrí hace unos meses gracias a la mención que de ese libro hace Paco Nadal, periodista de El País, en un interesante blog de viajes y con el que me tropecé de casualidad, navegando por este mundo virtual. Blog que, además, aconsejo seguir, pues acostumbra a publicar artículos y reseñas bastante interesantes. Para todo aquel que esté interesado en visitarlo, esta es la dirección: http://blogs.elpais.com/paco-nadal/.
Como acabo de indicar, precisamente, uno de sus artículos, titulado “Mediterráneos”, hace referencia, al trabajo de Rafael Chirbes y que, según Paco Nadal, es “…de lectura obligada a los ciudadanos y a los forasteros enamorados de este mar-nación”.
En una de sus primeras páginas, Rafael Chirbes comenta: “Hay gentes, libros o ciudades que no entendemos, pero que nos atrapan y nos obligan a visitarlos una y otra vez, seguramente porque advertimos en ellos indicios de que esconden algo que nosotros buscamos”…. “Esos libros, ciudades y gentes inquietantes acaban formando necesarias piezas de nuestra identidad”.
Unas páginas más adelante, Rafael Chirbes indica que “Mediterráneos” trata “de los ecos y espejos cuyas imágenes multiplicadoras han acabado por devolverme siempre a mí mismo. De cómo viajar es leer mejor en unas páginas que ya se habían leído”.
Completo esta introducción con la aportación que realiza Paco Nadal sobre el Mediterráneo y que me parece de lo más sugerente: “El Mediterráneo es el azul de una cala del Adriático, el blanco de una iglesia ortodoxa en Mikonos, el verde de los olivos de Djerba. El Mediterráneo es el violinista armenio que me amenizaba las cenas en la playa de la isla turca de Kekova, el viento húmedo de Levante, los pueblos blancos llenos de buganvillas de las costas de Orán, la ruinas de Siracusa, la sabiduría perdida de la biblioteca de Efeso o de Alejandría. Es la civilización que creció en torno al vino y el aceite de oliva. Es un oasis de palmeras que sume en la penumbra el vergel y alienta un pequeño mundo de huertas, norias, azarbes y acequias.”
A lo largo de la breve y amena obra de Rafael Chirbes, formada por varios artículos, escritos para una revista en los años ochenta y noventa del siglo XX, el autor, a través de sus impresiones, recuerdos, sensaciones e improntas que han marcado sus viajes, nos traslada a Creta, a Valencia, a Estambul, a Lyon, a Génova, a Venecia, a Alejandría, a la ciudad tunecina de Gabes, a Denia, a El Cairo, a Benidorm y a Roma.
 En Creta, el autor se recreó no sólo en los frescos de Knossos, sino en las “modestas ruinas de Gortina” y, sobre todo, en esos pequeños detalles por los que vale también la pena realizar un viaje como un olivo milenario, una basílica, los cipreses, una pequeña figura de terracota o hasta un perezoso felino gatuno.
 
 
De Valencia, Rafael Chirbes destaca su bullicioso Mercado Central que visitó, por primera vez, en su niñez y que le cautivó con su amalgama de colores, su fusión de olores y sonidos, voces y personas; emociones y sensaciones que las revivió, años más tarde, en otros mercados mediterráneos.

De Estambul, el autor  recrea los paisajes y paisanajes de la orilla europea y la asiática: los pescadores intentando vender su fresca cosecha marina, el puente colgante, las colinas, las barcas de madera flotando sobre las aguas del Bósforo, las magníficas cúpulas de las mezquitas y los fieles creyentes que acuden a ellas a rezar, los alminares, los antiguos palacios, el movimiento de los ferris entre Asia y Europa llenos de pasajeros de profesiones y características diversas, las tiendas y establecimientos comerciales de carácter europeo…. En definitiva, su historia antigua y moderna. Y como no, sus bulliciosos bazares repletos de gentes, de cafés y de olorosas especias, de brillantes metales, de delicadas sedas de colores, de magníficas alfombras,…
 
A Lyon la califica como una ciudad situada en una encrucijada de caminos culturales que, dependiendo siempre de donde el viajero proceda a su paso por ella, puede mostrar sugerencias o atributos cercanos a una ciudad europea o a una ciudad mediterránea. Tampoco se olvida Rafael Chirbes de los olores mediterráneos a lavanda, a ajo y perejil, a hierbas aromáticas, o a azafrán que la impregnan.
 
De nuevo, los aromas culinarios de esencias y especias mediterráneas se repiten en su visita a la ciudad de Génova, que fue un importante centro de banqueros y comerciantes a partir del siglo XI, urbe de magníficas arquitecturas civiles y religiosas que pueden depararle al viajero más de una sorpresa. Chirbes se lamenta de que aquella ciudad rica y próspera corra el peligro de entrar en decadencia.
 
 A la tan elogiada ciudad de Venecia, el autor la califica, metafóricamente, con las siguientes palabras: “Venecia es nuestra ciudad secreta e interior, de la que alguien ha construido una maqueta en medio de la laguna adriática…”
 Cuando le toca el turno a la histórica Alejandría, con las referencias a la antigua Biblioteca y a su legendario faro, Rafael Chirbes no puede evitar aludir a los cambios que, a lo largo de los siglos, ha sufrido esta ciudad, una urbe que la define como “Ciudad fénix”, que “ha muerto y resucitado unas cuantas veces”: construcción y destrucción, nuevas obras y ruinas, historia que se relega o se soterra y amplias arterias que atraviesan la ciudad moderna con inmuebles recién edificados.
 En la descripción de la ciudad tunecina de Gabes y de la isla de Djerba, situada en el Golfo de Gabes, se vuelven a repetir escenas expresionistas e impresionistas mediterráneas, de carácter marino, ya observadas y vividas por el autor en otras ciudades de este litoral.
 En su visita a la ciudad alicantina de Denia, el escritor ansiaba encontrar y descubrir antiguos recuerdos de su infancia sobre paisajes y sensaciones guardados en la memoria: como las antiguas, armoniosas y pintorescas viviendas de los pescadores en el puerto mismo de Denia, como añejos sabores, olores y colores, como las vetustas formas e imágenes de una ciudad con su característico puerto o como los arcaicos caminos rurales. Pero desde hace más de cuarenta años, esas pretéritas representaciones  y percepciones que retenía en su memoria se esconden, ahora, tras un tapiz de hormigón y bajo capas de alquitrán. De todo aquello ya no queda, apenas, nada. El desarrollo y la expoliación urbanística que minan el encanto de muchos pueblos, ciudades y rincones paisajísticos y los incendios que han hecho de este territorio un paisaje hosco y desértico son epidemias que afectan a muchos enclaves del Mediterráneo. “Era como si un malvado y destructivo encantador se empeñase en sembrar de fealdad una comarca que había podido permitirse ser paradigma de armonía…” De todas formas, durante su recorrido por esta comarca alicantina, todavía se puede disfrutar de la presencia de algún que otro pino, de almendros florecidos y de árboles frutales, de aguas transparentes, de farallones y calas, de marjales, de algún que otro olivar, de sierras,…
 
 
Nuevas avenidas y edificios se mezclan con los alminares, con las mezquitas otomanas y árabes, con las sinagogas, las iglesias coptas, testigos, todos ellos, del antiguo esplendor de una gran urbe cosmopolita como es la ciudad de El Cairo. Una población que reúne e integra razas, estilos de vida, modos arquitectónicos y religiones diferentes. Y en el horizonte desértico de esta urbe, las pirámides. Aquí la historia se esconde y florece por sus inmensas piedras. No puede faltar la alusión a Khan Khalili, su viejo zoco, en donde se mezclan puestos de artesanía con los típicos cafés y en donde los hombres de viejas pieles arrugadas, tostadas por el sol, comparten el narguile. Para el autor, El Cairo, es un inmenso mercado. Me ha fascinado la descripción que Chirbes hace, precisamente, del viejo, vitalista e insalubre mercado de Rud Al Faraka y de su entorno: “Mucho antes de llegar al edificio central del decrépito mercado de Rud Al Farak el viajero se siente ya aturdido por el ajetreo de animales de transporte, de vehículos de motor cargados hasta los topes de todo cuanto las riberas del Nilo producen. Por todas partes se elevan altos muros de verduras perfectamente embaladas en cajas de tejido vegetal, y aturden los perfumes de las naranjas y granadas, o de los manojos de menta y coriandro, a los que se mezcla el olor de excrementos y sudor de las bestias fatigadas por largos recorridos y también el del humo que desprende la grasa de cordero al quemarse en los carbones encendidos de las cocinillas. Atruena el ruido de las ruedas de madera de los carros al golpear contra el suelo, y se contrapuntea con los que emiten las bestias –ruidos de cascos, relinchos- que se añaden a las voces de compradores y vendedores, a los gritos de mayoristas y descargadores”.
“El Cairo ofrece a quien quiera y sepa leerlo un complicado y bello palimpsesto, en el se mezclan las historias e ilusiones de turcos, armenios, egipcios, persas o judíos”.
 
 
Resulta ocurrente e ingeniosa la descripción que Rafael Chirbes realiza de otra ciudad mediterránea: Benidorm. Dice el autor que aún está por rodar el capítulo dedicado a esta población mediterránea para las series de National Geographic, series que muestran los esfuerzos por sobrevivir de muchas especies animales. Pues, efectivamente, faltaría un capítulo ofrendado a Benidorm y a esos jubilados y personas enfermizas que, durante los inviernos “anidan en Benidorm y ocupan alguna de las miríadas de celdillas de esas gigantescas y verticales colmenas construidas por el hombre… Ese capítulo de National Geographic tendría que contar cómo, en los meses de temporada baja, cientos de miles de ejemplares humanos de la tercera edad atraviesan el continente y recalan en este rincón del Mediterráneo para su hibernación”. De nuevo, la especulación y el desarrollo urbanístico que destruyen y modifican el paisaje y paisanaje de muchas poblaciones mediterráneas y no mediterráneas y de las que, como recuerdo de lo que fueron, sólo queda, en muchos casos, el mar y el cielo.
 
De la bella e imperial ciudad de Roma, rebosante de arte, de seducción y de monumentos y de la que Rafael Chirbes dice que “no ha parado de hacerse y deshacerse durante casi tres milenios”, el autor relata su reencuentro con ella un día frío de invierno, en la soledad de sus plazas y calles, contemplando cada iglesia, cada palacio, cada fuente y estatua con la tranquilidad que se necesita, sin el agobio de marabuntas turísticas humanas. Son varias las Romas que el escritor percibe en su visita y que, gracias a la magia que las imbuye, se pueden unir todas ellas en una sola Roma.
 
 
La memoria genética está presente en todas estas ciudades: en la mezcla y en la diversidad de culturas y de  razas mediterráneas, en los viejos rostros marcados por las arrugas de la experiencia, en las pieles de los hombres tostadas por el esfuerzo diario, en el fuerte olor dulzón a mar, a salitre, a algas, en los paisajes vírgenes, en su verdor o en su aspereza, en las siluetas de las barcas, en las mismas miradas repletas de sabiduría de las gentes, en las escenas de pesca, en los palmerales, en los hombres que disfrutan de sus jubilados momentos de ocio en los bares típicos de los mercados, puertos y zocos, en los cultivos ordenados y mimados, en el viento mediterráneo, en la inmensa llanura del mar, en la claridad y la pureza de la luz,…. Son los elementos de un pasado, de una historia, de unas raíces, de una memoria mediterránea.
 
 

domingo, 21 de octubre de 2012

Arquitecturas sin arquitectos


“A Galicia do futuro depende de nós.
O porvir de Galicia faise agora. Porque a nosa paisaxe, as nosas casas, as nosas rúas e negocios son o reflexo do noso futuro. Coida do teu. Dálle valor”

He transcrito literalmente lo que una campaña publicitaria, impulsada por la Xunta de Galicia, intenta transmitir desde hace bastante tiempo a través de algunos medios de comunicación. Esa campaña publicitaria pretende inculcar a la sociedad el interés por conservar nuestras arquitecturas propias y auténticas, procurando concienciar acerca de su adecuada restauración y rehabilitación, sean viviendas familiares, construcciones adjetivas o de cualquier otro tipo y características.
Y, precisamente, la lectura de esas palabras y las fotografías que las acompañan en los periódicos -mostrando dos instantáneas de una misma construcción: una en situación de abandono y de dejadez, y la otra ya restaurada- me han incitado a la elaboración de este texto sobre arquitecturas que crean paisaje, cuyo título, además, me he tomado la libertad de recogerlo de una brevísima reseña que hace unos años leí en un periódico acerca de la publicación de un magnífico y denso libro: “As construcións da arquitectura popular. Patrimonio etnográfico de Galicia” de Manuel Caamaño Suárez. Se trata de una de esas obras de culto sobre la arquitectura tradicional  gallega y que enriquece  toda biblioteca básica personal.

Y es que tan importante como la naturaleza son las auténticas arquitecturas para conformar un verdadero paisaje en los espacios rurales. Cualquier construcción propia de una zona se erige en un auténtico elemento de nuestro paisaje y paisanaje: las masías catalanas, los caseríos vascos, los cortijos andaluces, los pazos y casas grandes gallegas, y demás tipologías arquitectónicas regionales, así como todo tipo de construcciones adjetivas: las bodegas, los lagares, los batanes, los alpendres, los pajares, los hórreos, los molinos, las fuentes, los pozos, las pallozas, los lavaderos, los palomares, los hornos, las fábricas de curtidos, las herrerías, los talleres de todo tipo y demás explotaciones artesanales e, incluso, las obras de ingeniería como los puentes, las murallas, muros y caminos.
 
 



En cada país y región existe un variado y gran patrimonio popular arquitectónico digno de catalogar, de restaurar y de conservar con una importancia y una dimensión etnográficas, sociales, económicas, históricas, religiosas y culturales tan relevantes y merecedoras de ser valoradas como las de cualquier catedral, monasterio, castillo y palacio.
 
 

Son arquitecturas rurales autóctonas, realizadas por autores anónimos y que, a pesar de los escasos materiales y medios instrumentales con los que entonces contaban, han sido grandes conocedores de las técnicas constructivas artesanales y de ingeniería, del trabajo de la piedra y la madera. Son arquitecturas que, en su momento, respondieron a unas exigencias económicas, sociales y funcionales de intervención sobre un medio paisajístico y natural con el objetivo de alcanzar unas mejores condiciones de vida.

 
 
 
 
Aquellos autores anónimos, arquitectos populares que han sabido salvaguardar la autenticidad y sabiduría  seculares, han logrado que arquitectura y entorno paisajístico alcancen un maridaje y una correcta integración. Es una lástima que, hasta no hace mucho, aquellos artesanos de la ingeniería arquitectónica apenas hayan interesado a expertos y eruditos, por lo que he pensado que bien se merecen un homenaje y una correcta atención, aunque sea desde este tímido blog.  

 
 
Sus trabajos y obras son construcciones humildes, carentes de monumentalidad, pero que encierran la esencia singular y propia de una comunidad, el devenir, los valores y la historia de sus inquilinos y que es, en definitiva, la historia de un pueblo. Son sencillas obras que, hasta no hace mucho, fueron despreciadas, relegadas al olvido y que, con el transcurrir del tiempo se les está empezando a otorgar, por suerte, una merecida categoría cultural e ilustrativa. Aquellos autores, magníficos conocedores del micro cosmos geográfico que habitaban, han sabido respetar, como nadie, el espacio físico en el que se erigían sus edificaciones, el medio natural y paisajístico que las protegían.

 
Cada país y cada región tienen sus propios rasgos culturales, climáticos, sociales, económicos e históricos que los diferencian del resto de las comunidades vecinas. Uno de esos rasgos y expresiones culturales es la arquitectura particular e inherente a una sociedad. Es, en definitiva la riqueza patrimonial de un pueblo, transformada en una de sus tantas expresiones artísticas y culturales. En concreto, en Galicia, la comunidad autonómica que mejor conozco, la variedad geográfica –costa, valles y montañas-, el clima, el aspecto geológico, la vegetación y las actividades pesqueras, agrícolas y ganaderas han ayudado a la diversidad de edificios y viviendas tradicionales con sus soluciones constructivas que se extienden por los núcleos rurales de la comunidad gallega.

 
 
 
Es una pena que no haya quedado apenas constancia de quiénes fueron los autores de esa arquitectura popular, sencilla  la más de las veces, arquitectos anónimos que han logrado compenetrar magníficamente naturaleza y hombre y que, en la mayor parte de los casos, los creadores y ejecutores de esas construcciones eran los propios dueños e inquilinos. ¡¡Quién mejor que nadie para conocer sus personales necesidades y posibilidades!!

A principios del siglo XX y con la explosión de la revolución industrial, se produjo un relevante cambio social y económico, una huída del campo a las ciudades, acompañado del desarrollo del urbanismo y que replanteó y transformó una buena parte del patrimonio inmobiliario, etnográfico y antropológico en el territorio español. Como consecuencia, muchas de esas arquitecturas que, hasta entonces, habían ayudado a construir un paisaje rural, desaparecieron, se aniquilaron, se despreciaron por culpa de la indiferencia y de la impasibilidad de las administraciones y de la irrespetuosidad y el menosprecio de una comunidad social especulativa.
 
 
Por otra parte, aquellos emigrantes, trabajadores que abandonaron el mundo rural a la búsqueda de una mejor calidad de vida, regresan y construyen nuevas viviendas, descartando la restauración de aquellos viejos hogares que languidecen día a día. Aparecen así, desgraciadamente, unas nuevas construcciones inacabadas –especialmente en Galicia-, con el ladrillo a la vista y empleando materiales que deslucen y agreden el paisaje natural que las acoge.

Pero por otro lado, me complace saber que ciertos sectores de la sociedad están luchando para que  aprendamos a sensibilizarnos con el patrimonio popular y cultural de nuestros antepasados, con nuestras ancestrales y auténticas construcciones rurales. Me satisface conocer cómo determinadas asociaciones se aplican en el desarrollo de una adecuada puesta en valor, recuperación, recreación y reanimación de todo ese acerbo arquitectónico que no es poco.
 
 
Me enorgullece que una pequeña parte de la población se afane por defender y proteger unas señas de identidad y unos orígenes para que el paso del tiempo y de la historia no los envejezca ni los marchite más.

 “A unión do home coa paisaxe consiste fundamentalmente na súa relación co medio, exprésase por medio da súa arquitectura, permitindo que ó seu través poida deducirse toda unha cultura”.  (Vicente Risco)

“Unir no noso pensamento, pasado, presente e futuro é a única actitude que pode asegurar a sintonización entre a nosa obra e o país para o que traballamos, evitando a definitiva perda da nosa identidade cultural”.

(Pedro de Llano, “Arquitectura popular en Galicia. Razón e   construcción”.)