viernes, 14 de junio de 2013

La catedral de Santiago de Compostela, arte y religiosidad (I)

El descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago señaló el inicio de las peregrinaciones a Compostela. Desde ese acontecimiento, romeros, procedentes de todos los rincones europeos, han seguido un camino de estrellas marcado en el cielo, la Vía Láctea, que guía a los viajeros hacia la tumba del apóstol.


 Donde románico y barroco se dan la mano.
Cualquier peregrino que entre en la catedral, percibirá el templo como un espacio mágico que encierra misterio y hechizo en todas sus piedras y que invita al visitante a participar  en el hallazgo de sus secretos.

Se sabe que, antes de la edificación de la actual basílica románica, sobre el sepulcro del apóstol que, en su origen, fue una construcción funeraria de finales del siglo I a.C. -un viejo templo romano de piedra, de planta rectangular y de dos cuerpos superpuestos, mandado erigir por una mujer llamada Atia, para enterrarse ella y su nieta-, se sucedieron otras construcciones bajo los reinados de Alfonso II y de su sucesor, Alfonso III.



La noticia del supuesto descubrimiento o invención del sepulcro de Santiago se extendió por toda Europa. Multitud de peregrinos se echaron a los caminos con el objetivo de alcanzar el destino soñado y poder ejercer el culto religioso a las reliquias del Apóstol Santiago.
Pero la fama que adquirió Compostela, como centro religioso de gran resonancia occidental y como símbolo de unidad y fuerza para la cristiandad frente al Islam, atrajo a una expedición de musulmanes, liderada por Almanzor, que arrasó todo lo que encontró a su paso y destruyó la basílica levantada en la época de Alfonso III.

Sin embargo, la devoción que se profesaba al Apóstol Santiago fue lo bastante motivante y poderosa como para decidir reconstruir el templo. A partir de entonces, y a pesar de las reformas que sufrió la basílica en la época del Gótico, con la fortificación del cimborrio, y la construcción del claustro en el Renacimiento, dos han sido las catedrales que han influido en el alma compostelana: la gran basílica románica y el templo resultante después de realizar las transformaciones barrocas.

Piedra y religiosidad
Un rumor continuado de agua me lleva hasta la plaza de las Platerías, uno de los rincones más encantadores de Compostela, con la famosa fuente barroca de los caballos en su centro.


Inicio este recorrido entrando por su portada, que me conduce al principal santuario románico del Cristianismo, en donde, ante mí, se abre todo el esplendor de este arte medieval en sus naves y en el deambulatorio.
La edificación del grandioso templo actual, de suma belleza y proporcionalidad, comenzó en la época del obispo Diego Peláez, alrededor del año 1075. 
Observo que el interior de la basílica compostelana conserva su estructura románica: planta de cruz latina, triple nave en el cuerpo de la iglesia y en el crucero, triforio en todo su desarrollo, girola, arcos de medio punto peraltados, capiteles vegetales de gran plasticidad, bóvedas de cañón en las naves centrales y de aristas en las laterales y unas proporciones que dan esbeltez y armonía al templo. La pureza estructural de esta gran obra queda patente en la funcionalidad técnica del románico y en la sencilla belleza. Y es que la veneración de las reliquias del apóstol, por gran número de peregrinos, que se complementaba con demás actos litúrgicos, hizo necesaria la construcción de otros altares; a lo que hay que añadir la necesidad de los fieles de descansar dentro de la propia catedral. Todo ello provocó transformaciones en los planteamientos arquitectónicos de la basílica, adaptando el esquema de iglesia de peregrinación por medio de la girola. Se abren, así, una serie de capillas para que los fieles desarrollen sus necesidades litúrgicas y se disponen de tribunas para que puedan pasar la noche.



 Me dirijo, pues, hacia el deambulatorio para visitar las capillas de la girola que rodean todo el Altar Mayor. La más antigua, única que conserva la esencia del románico y por donde se empezaron las obras de la actual catedral, es la del Salvador. Todos los demás altares –la capilla de la Azucena (en donde, hace unos años, los trabajos de restauración sacaron a la luz una gran pintura mural del siglo XVI), la de la Piedad, la del Pilar, la de Santa María la Blanca, la de San Juan Apóstol y la capilla de San Bartolomé- se edificaron a lo largo de distintas etapas constructivas.


Una vez que finalizo mi recorrido por la girola, desciendo las gastadas escaleras de mármol que bajan a la cripta en la que se custodian los restos del Apóstol en una urna de plata, junto con los de sus dos discípulos: Atanasio y Teodoro. Las modificaciones que sufrió la basílica compostelana a lo largo de los siglos hicieron que gran parte de este pequeño conjunto arquitectónico, de carácter funerario, desapareciese,  y lo poco que ha llegado hasta nosotros no está en perfectas condiciones. Sólo se conservan de esta antigua cámara sepulcral, a derecha e izquierda de la urna de plata del Apóstol, los sarcófagos de ladrillo de sus discípulos que mantienen, aún, unos agujeros circulares -denominados fenestelle-, usados para el culto martirial.
Se trata, quizá, esta cripta, del espacio con más recogimiento de toda la basílica, origen de los sucesivos templos, y sobre la que se sitúa, además, el Altar Mayor del Apóstol.


Salgo al amplio espacio catedralicio y asciendo las escaleras del camarín del Apóstol, apreciando, desde este privilegiado lugar, la grandiosidad de las naves mayores de la catedral y de la parte posterior del Pórtico de la Gloria. En este recogido espacio, la imagen sedente de Santiago, que preside la Capilla Mayor, espera recibir los abrazos de los fieles y peregrinos. Se produce, entonces, uno de los momentos más emotivos de este ritual de peregrinación: el contacto simbólico y físico con el Apóstol.


A mediados del siglo XVII, José de la Vega y Verdugo pretende sacar adelante un proyecto para otorgar más esplendor y relevancia a la Capilla Mayor. De esta forma, y para asombrar al visitante, el proyecto en el ámbito interior catedralicio se centra en el diseño de un nuevo Altar Mayor -compuesto por altar, camarín y baldaquino-.
La apoteosis del barroco gallego la contemplo en el baldaquino: un gran camarín -en medio de la capilla que preside el apóstol- con forma de pirámide y que está sostenido por ocho ángeles, y, también, en el revestimiento de la girola con columnas salomónicas. Sobre todo este entablamento, se superponen diversos elementos arquitectónicos y representaciones jacobeas, rematando el espectacular conjunto la deslumbrante figura ecuestre de Santiago.

Continúo por el transepto norte para apreciar el altar de la Concepción, el del Sancti Spiritus, y penetro en una de las joyas de la catedral: la capilla de la Corticela. Tres magníficas arquivoltas decoran su portada románica y el tema de la Adoración de los Reyes Magos se esculpe en su bello tímpano. La Capilla de la Corticela era una iglesia próxima a la catedral, oratorio de los monjes de San Martín Pinario, hoy totalmente integrada en la planificación arquitectónica de la basílica. En ella se rinde culto a la representación de Jesús en el Huerto. Es uno de los rincones más atrayentes y acogedores del templo compostelano. La paz y la tranquilidad que flota en su interior, junto con sus reducidas dimensiones y su sencillez, invitan al recogimiento  y al sosiego espiritual.



Después de salir de la Corticela, cruzo hacia la nave occidental del transepto y voy dejando, a mi paso, la Capilla de Santiago Matamoros, la de la Comunión y la del Cristo de Burgos. Y llego al nártex de la catedral, con su extraordinaria portada, el Pórtico de la Gloria, cita ineludible para contemplar el mejor conjunto artístico del protogótico europeo, en donde escultura y arquitectura se funden con gran perfección, conviertiéndolo en una de las expresiones culturales con más significado del mundo occidental.


Según la interpretación mejor aceptada, en esta joya escultórica, en la que la piedra parece adquirir vida, están espectacularmente representados el Juicio Final y la Gloria de la Jerusalén Celeste. El cielo, el purgatorio y el infierno se desarrollan en tres arcadas que se corresponden con las naves de la catedral. Será el maestro Mateo -autor, también, del remate de las naves hacia la fachada occidental y del maravilloso coro pétreo- el que se plantea labrar esta gran obra a los pies de la iglesia, máxima expresión del arte medieval europeo. 

El Pórtico, en realidad, es una unidad arquitectónica integrada por la cripta o pequeña capilla inferior que reproduce, a pequeña escala, la planta de la catedral en sus líneas esenciales y ha sido, además, el recurso arquitectónico, empleado por el Maestro Mateo, para evitar el desnivel que existía entre las naves de la basílica y la plaza del Obradoiro. Su interior alberga la reproducción de los instrumentos musicales tallados en el Pórtico. Los otros elementos de este conjunto artístico son el mismo Pórtico y las tribunas.

Existe un programa iconográfico, una explicación simbólica para este grupo arquitectónico constituido por los tres espacios superpuestos: la cripta simboliza el mundo terrenal que necesita del sol y de la luna, sostenidos por ángeles en dos claves de sus bóvedas, para alumbrarse. Sobre esta cripta, en el Pórtico, se representa la Gloria, la constitución de la Jerusalén Celeste, simbólicamente alumbrada por la luz del Agnus Dei que se sitúa en la clave de la gran bóveda de la tribuna, el tercer cuerpo. El detallismo en la anatomía, la riqueza expresiva de monstruos, ángeles, apóstoles, profetas, pecadores, ancianos que dialogan, se miran, meditan,  sonríen entre ellos, o tañen sus instrumentos musicales -que parecen resonar en todo el nártex-, ayudan a dotar a este magistral conjunto de un increíble realismo y de una gran fuerza expresiva y naturalidad que, junto con la extraordinaria policromía que recubría las imágenes, hoy casi perdida, parecen transmitir al espectador el triunfo de Cristo y sumergirnos en esa Jerusalén Celeste. Así lo captó y expresó Rosalía de Castro:

“Santos y apóstoles, ¡védeos! parece
que os labios moven, que falan quedo
os uns cos outros…

¿Estarán vivos? ¿Serán de pedra?
Aqués sembrantes tan verdadeiros,
aquelas túnicas maravillosas,
aqueles ollos de vida cheos”.



La luz, depurada por las cristaleras de la fachada, baña de resplandor este mundo mágico que se asienta sobre estatuas-columnas, capiteles y arquivoltas.
En el tímpano central, mostrando sus llagas, se sitúa Cristo en Majestad, rodeado del Tetramorfos. Sobre el parteluz -horadado por las manos de millones de peregrinos- y sobre el Árbol de Jesé del fuste (genealogía de Cristo), la figura del Apóstol aguarda la llegada de sus devotos, recibiéndolos con una cálida y suave mirada. Detrás del parteluz, de cara al Altar Mayor y arrodillado, el Maestro Mateo, popularmente conocido como “o Santo dos Croques”, transmite su inteligencia a todo aquel que golpee tres veces su cabeza sobre los rizos que decoran su cabellera.





Reanudo mi itinerario realizando una visita por el claustro y sus dependencias anexas. En la época renacentista, y bajo el patronato de la familia Fonseca, el claustro medieval, diseñado, también, por el Maestro Mateo, es destruido. La catedral se adhiere al nuevo estilo en la construcción de otro de mayores dimensiones, iniciado por Juan de Álava y terminado por Rodrigo Gil de Hontañón, con amplias arcadas de medio punto, utilizando elementos decorativos del propio plateresco, como cresterías y pináculos. Comunican con el claustro, la Sala Capitular -con una extraordinaria colección de tapices de Goya-  y el Archivo de la catedral, guardián de tesoros bibliográficos como el Códice Calixtino y el Tumbo A. También la edificación de otros espacios, como elementos complementarios del programa constructivo del claustro y que parecen propios de un palacio civil, como la Capilla de las Reliquias que, además de ser panteón de reyes, custodia numerosos relicarios, o la Capilla del Tesoro -con sus cruces, copones, cálices, capas pluviales- se suman a este estilo artístico; además de las portadas de entrada a la sacristía y al mismo claustro, diseñadas igualmente por Juan de Álava.



No me olvido de visitar el Museo Arqueológico que aglutina interesantes e importantes restos romanos y medievales, procedentes de las excavaciones realizadas en el subsuelo de la catedral y en el mausoleo, además de esculturas y piezas de las antiguas fachadas del templo. Y es que la ruta arqueológica en el subsuelo de la catedral resulta un complemento ideal para todo este recorrido expuesto hasta ahora.  En el templo, se guardan restos arqueológicos bajo todas sus naves; pero sólo los que se encuentran bajo la nave central están preparados para ciertas visitas, hasta no hace mucho, de carácter selectivo y con autorización. Yo he tenido la oportunidad de acceder al recinto subterráneo de la basílica, a través de una trampilla localizada en su nave central, y he podido apreciar  los hallazgos de tumbas y sarcófagos de distintas épocas, además de los restos de las iglesias construidas por Alfonso II y por Alfonso III, junto con parte del muro defensivo de la ciudad.

Si la ocasión lo permite, que nadie abandone el templo sin contemplar el vuelo del gigantesco incensario, el Botafumeiro que se empleaba para purificar la catedral cuando se producían grandes concentraciones de peregrinos, y que, impulsado por ocho “tiraboleiros”, en solemnes ceremonias religiosas, danza bajo las naves de la catedral, hasta casi tocar las bóvedas, al son de la música procedente de los dos grandes órganos, situados a ambos lados de la nave mayor, perfumando, todo el templo, con un aromático incienso sacro y transformando la liturgia cristiana en todo un espectáculo. 


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