sábado, 25 de febrero de 2012

Una batalla perdida




Hace unos días, leyendo el “Diario de Ferrol”, en su versión digital, me encontré con un artículo cuyo título reclamó mi atención, sobremanera: “Javier Marías dice que luchar contra el deterioro de la lengua es una batalla perdida”. Pesimismo y sumisión son sensaciones que la lectura de este titular me produjeron al instante, pues inmediatamente imaginé su aciago contenido, la dolorosa verdad y la funesta realidad que transmite: “al ritmo que vamos, dentro de cincuenta años los lectores tendrán dificultades no ya para entender el Quijote sino lo que escriben los novelistas actuales”. ¡Ojalá te equivoques, Javier! ¡Ojalá me equivoque yo también! Pues comparto tus infaustos pronósticos, tu amenazante futuro lingüístico.

En esa entrevista, el novelista y miembro de la Real Academia Española de la Lengua señala su preocupación por la creciente pobreza de vocabulario que tienen los hablantes, “para muchos de los cuales empiezan a ser molestas y poco comprensibles las frases largas, con subordinadas o subjuntivos”. Y hablas de culpables, Javier: los medios de comunicación en general. Yo todavía añadiría algún culpable más: la política educativa, los planes de estudios cada vez más pobres en sus contenidos humanísticos; planes de estudio que buscan fomentar el conocimiento y uso de una lengua que no es la mía en detrimento de mis dos lenguas maternas: el gallego y el castellano; planes de estudio en los que apenas se estudia a los escritores clásicos, en los que los alumnos de hoy en día abandonan los centros educativos sin ni siquiera haber leído unos versos de Quevedo, Rosalía de Castro o Góngora; sin conocer, apenas, los amoríos de Calixto y Melibea, sin saber que el caballo de Don Quijote se llama Rocinante, sin descubrir el mundo picaresco de nuestro Lazarillo, sin percibir los íntimos sentimientos de La Regenta, sin descubrir las cuatro magníficas sonatas de Valle Inclán, sin sumergirse en el mundo pasional de “Los Gozos y las Sombras”, sin escuchar el más que excelente soliloquio de Carmen, viuda de Mario, en “Cinco horas con Mario”, o la admirable prosa castellana que su autor, Miguel Delibes, nos ha legado en “Los Santos Inocentes” y en otras novelas y escritos; sin sumergirse en el realismo mágico de la
familia Buendía en “Cien años de soledad”, sin, sin, sin…..; puedo seguir enumerando hasta perderme en este imponente abismo literario y lingüístico.

Recuerdo una pequeña anécdota que me sucedió hace unos cuantos años, cuando por circunstancias de la vida y con algo más de treinta años, decidí realizar otra carrera universitaria. En una ocasión, hablando con una de mis compañeras de estudios, unos diez años más joven que yo, le comenté, dentro de una conversación que estábamos manteniendo, la conveniencia de “decantarse” entre dos opciones. No recuerdo a qué nos estábamos refiriendo ni las palabras exactas de aquel diálogo; pero sí recuerdo la cara de perplejidad y asombro que puso la mujer al escuchar el verbo “decantar”. No le quedó más remedio que preguntarme, un tanto
tímidamente, por el significado de “decantarse” para salir de sus profundas dudas lingüísticas.

Tampoco necesito irme tan lejos. Hace muy pocos días, durante mis tardes de sopor casero y de ocio invernal, buscando y rebuscando con el mando algún programa televisivo por el que merezca la pena abandonar, momentáneamente, un buen libro de lectura, me paré ante un nuevo programa emitido en la Sexta 2 y que centró mi atención: “Princesas de barrio”. En él un grupo de jóvenes féminas –de veintitantos años-, muchachas de barrios urbanos, aspirantes algunas de ellas a convertirse en “Belenes Esteban” de la vida y del mundo televisivo, con un vocabulario y unos gestos más barriobajeros, si cabe aún, que los de la original, enseña a los telespectadores cómo transcurre su anodina y vacía vida diaria. En uno de sus momentos de confidencias, entre botellón y botellón, y en medio de una conversación que ahora tampoco recuerdo sobre qué versaba, una de ellas –la más “estebanera y barriobajera” de todas- preguntó qué es un adjetivo. Esta vez la perpleja fui yo. ¿Cómo es posible que un concepto gramatical tan básico y esencial como es el “adjetivo” sea un término desconocido para algunos/as jóvenes de hoy en día….?

Sí, Javier. Al igual que tú, yo también sollozo por el futuro incierto -o no tan incierto ya- no sólo del castellano, sino del gallego, mi otra lengua materna; yo también me lamento por la actitud de algún padre que, cuando tiene en sus manos un cuento infantil escrito en gallego, lo va traduciendo al castellano mientras se lo lee a su hijo, pues le amedrenta el hecho de que su retoño le salga gallego hablante -¡qué desgracia y qué vergüenza familiar tan grande podría llegar a ocasionar…!-.
Yo también siento pena y contrariedad por el comentario de otra persona que, dentro de su compasiva ignorancia, llegó a decir que los niños y niñas aprenden a leer mejor en castellano que en gallego (¿acaso ambas lenguas no poseen las mismas grafías y muy pocas variaciones fonéticas?).

¡Ay, si Cervantes levantase la cabeza! Estoy segura que resucitaría a Don Quijote para que éste se enfrentase, al igual que lo hizo con los famosos molinos, con la incultura idiomática y lingüística que empieza a proliferar en nuestro país. ¿Sería una batalla perdida para el valeroso hidalgo…?

2 comentarios:

  1. ¡¡ Genial !! Me ha encantado leerte; me identifico en casi todas tus afirmaciones. Saludos cariñosos.

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  2. Muchas gracias por tus palabras. Belén Franco.

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