miércoles, 18 de abril de 2012

Castrillo de los Polvazares, el templo del cocido maragato.

Hasta hace unos ocho años, aproximadamente, desconocía la existencia de Castrillo de los Polvazares, pueblo ejemplar y de gran valor monumental de la comarca de la Maragatería leonesa, junto al Camino de Santiago, que ha sabido conservar, como pocos, su esencia más pura, su arquitectura popular de mampostería de piedra rojiza, el diseño de sus calles anchas totalmente empedradas con cantos -aquí el asfalto no existe-, sus costumbres, su cultura y, como no, su gastronomía, concretamente su sabroso cocido maragato.Tuve la oportunidad de visitarlo por aquel entonces. Aprovechando los días festivos de primeros de diciembre, decidimos mi pareja y yo pasar tres días en Astorga. Recuerdo que fueron aquéllos días de frío crudo e intenso, en los que yo esperaba ver nevar. Pero el cielo plenamente azul, sin rastro de nubes, a pesar del ambiente gélido, no presagiaba nieve, en absoluto.

El día que nos acercamos hasta Castrillo, declarado Conjunto Histórico Artístico, situado a sólo cinco kilómetros de Astorga, el frío era tan cruel y despiadado que no invitaba, ni por asomo, a un tranquilo paseo por el pueblo. Después de realizar un breve y apurado recorrido por su calle principal – la Real-, decidimos entrar en uno de sus tantos restaurantes abiertos en los últimos años, para acogernos al calor y al abrigo que su interior nos brindaba, y degustar su exquisito cocido maragato.

Este año 2012, elegimos la ciudad de León como destino vacacional para pasar los días festivos de Semana Santa. Y ya que Astorga y Castrillo de los Polvazares nos coincidían en el camino, realizamos una nueva visita a este pueblo de raigambre arriera, para saborear, otra vez, su cocido maragato.
Nos sorprendió la calurosa y rumbera bienvenida que un músico y guitarrista callejero, sentado a la puerta de una de las casas, a la misma entrada del pueblo, ofrecía a todo visitante, dedicándole, desinteresadamente, divertidas rumbas improvisadas. Días más tarde, investigando por Internet, averigüé que se llama, o se hace llamar, José Aleluya y que se gana la vida de esta forma.

En esta nueva ocasión, la agradable temperatura sí que invitó al pausado recorrido por toda esta pequeña localidad de Castrillo, descubriendo sus auténticas viviendas arrieras de altos muros que las aíslan, celosamente, de la mirada y la curiosidad de cualquier paseante y extraño. Entrando en algunos de sus restaurantes que, en su momento, fueron casas arrieras, es posible imaginar sus antiguas dependencias, transformadas y rehabilitadas, actualmente, en los comedores de estas magníficas posadas del siglo XXI que abundan por todo el pueblo. Pero no por ello han perdido su carácter arriero. Algunas de las viviendas, además, presumen de grandes escudos en sus fachadas e intentan conservar sus motivos y utensilios decorativos más costumbristas y tradicionales. Todas ellas ofrecen un variado colorido de tonos verdes, azules y marrones en las ventanas e imponentes portalones de madera con arcos de medio punto. Y es que uno de los elementos arquitectónicos más llamativos de estas construcciones arrieras son sus grandes puertas que permitían, a través de sus amplios umbrales y del zaguán, el acceso de los carros de los arrieros a los espaciosos patios empedrados de su interior, el punto neurálgico y organizativo de la casa, donde se distribuían las cuadras de los animales y otras dependencias relacionadas con el trabajo y la vida del arriero. La planta superior estaba destinada a las habitaciones.

A lo largo de este tranquilo paseo por uno de los pueblos más hermosos de la comarca leonesa de la Maragatería me sorprendió el busto de la escritora Concha Espina, esculpido en la fachada de unas de las casas de la plaza, frente a la iglesia. Parece que la escritora pasó una breve temporada en Castrillo inspirándose en sus mujeres y en su entorno para escribir su obra “La esfinge maragata”.
La principal actividad económica de los antiguos habitantes de este pueblo de fuerte sabor añejo fue, por tradición, la arriería. Los arrieros eran comerciantes que se desplazaban entre Galicia y Castilla, principalmente, dedicándose al intercambio de productos entre ambas regiones, ayudados por el único medio de transporte del que, entre los siglos XVI y XIX disponían: el carro. La amplitud de sus calles es una clara consecuencia de esa actividad económica, facilitando el tránsito de esos carros y de las recuas de animales de carga. Incluso los poyos de piedras arrimados a las paredes de las viviendas, a ambos lados de los portalones, se diseñaron como ayuda para subirse a las mulas y caballos.
Con la llegada del ferrocarril, a finales del siglo XIX, y la apertura de las comunicaciones entre la meseta y Galicia, la actividad arriera y, consecuentemente, los arrieros fueron desapareciendo, pero no esta representativa villa que parece haberse estancado, por suerte, en el tiempo, manteniéndose incólume para los que somos amantes y defensores de la conservación de la arquitectura popular y tradicional.

Actualmente, Castrillo no alcanza los 100 habitantes. Pero cuando llega el fin de semana o los períodos vacacionales, las calles de este pueblo se llenan de visitantes, paseantes y turistas atraídos por los aromas y los sabores que desprende su sabroso y contundente cocido maragato. Un plato que, a diferencia de otros cocidos que estamos acostumbrados a degustar, se empieza a comer al revés. Primero, es el turno de las carnes: chorizo, partes del cerdo, ternera, pollo. A continuación, son protagonistas los deliciosos garbanzos y el repollo. Y, ya por último, es de obligado cumplimiento saborear una exquisita sopa realizada con el agua de cocción de las carnes. Y no hay que olvidar la imposición de acompañar este delicioso manjar con un buen vino.


No tengo demasiada clara la razón de porqué se come a la inversa. Hay quien establece el origen de esta peculiar forma de deglutir el cocido maragato al asedio que sufrió la localidad vecina de Astorga durante la época napoleónica. Ante una posible e inminente batalla, los soldados de Napoleón decidieron dejar la sopa para lo último y empezar por las carnes, verduras y legumbres; pues, sobre todo las primeras les proporcionaban las proteínas suficientes en caso de que el enemigo realizase un ataque por sorpresa: “de sobrar algo que sobre la sopa”. También hay quien vincula esta costumbre gastronómica del cocido a los mismos arrieros que decidían dejar el delicioso caldo para el final con el objeto de que las carnes no enfriasen. Quizá la versión más acertada sea la que explica que cuando los arrieros realizaban sus rutas por Castilla y Galicia, llevaban consigo un recipiente circular de madera donde guardaban trozos de carne de cerdo cocida. Al realizar las correspondientes paradas y descansos en las posadas de la ruta, comían primero esas carnes ya frías y, posteriormente, pedían al mesonero una sopa caliente.


El caserío de Castrillo de los Polvazares constituye un placer visual. Su tranquilo recorrido se convierte en un gratificante y didáctico paseo en el que cada arquitectura y cada piedra se ha transformado en guardián de auténticas costumbres ancestrales que cobija, además, secretos a descubrir por el viajero; y en el que el cocido, su principal identidad gastronómica, se transmuta en un deleite gustativo para el paladar, en toda una explosión de agradables aromas, sabores y sensaciones. En definitiva, una visita para no olvidar.

1 comentario:

  1. ¡¡¡Qué suerte que mi sencillo escrito me haya llevado hasta tu casa virtual !!! He leído poco a poco tu relato que me ha llevado a ese bonito pueblo que visité haciendo el Camino.
    Paseándome un poco por ésta, tu casa, he visto que estás unida al mundo de la enseñanza que para mí ha sido toda mi vida. Y, leyendo la presentación de tu blog, también he encontrado muchos pensamientos que comparto; yo también escribo por el gusanillo de la escritura y por la pasión que siento por viajar.
    Gracias por invitarme a tu blog que iré leyendo poco a poco.Saludos cariñosos.

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