Urbano Lugrís |
Galicia ha sido siempre una
tierra vinculada al mar, a un mar que atrae, que esculpe y que golpea ásperos y
agrestes acantilados; un mar y una costa que nos seducen con sus paisajes y
paisanajes perpetuamente iluminados por los destellos intermitentes de los
faros que marcan el perfil de este escabroso litoral, señalando las fronteras
entre el mar y la tierra.
Mi humilde reivindicación.
Realizar un recorrido por los
impresionantes parajes en donde la naturaleza nos habla, con frecuencia, en un
tono cruel, y en los que se emplazan esas arquitecturas pioneras que son
nuestros faros, se puede transformar en toda una emocionante aventura a través
de la historia farera. Mi modesto trabajo intentará acercarse no sólo al
devenir histórico de estas peculiares y robustas construcciones –muchas de
ellas entre las más importantes del litoral español, al servicio de la
seguridad de la navegación-, sino también a los escenarios naturales en los que
se encaraman.
Considerando que son
edificaciones poco estudiadas y apreciadas, a pesar de su relevante papel,
sirva, pues, este reportaje como una mínima aportación que ayude a recuperar el
valor de un patrimonio que ha sido parte fundamental de nuestra historia marítima, siempre dentro de
un contexto paisajístico que le otorga a nuestros faros fuerza estética y
emotiva.
De la Torre
de Hércules a los faros vanguardistas.
En los albores de la historia,
las primeras referencias diurnas, desde el mar, fueron el perfil de la costa y
sus accidentes naturales: los cabos, las desembocaduras de los ríos, las islas
y otras marcas menores como acantilados y peculiares formas rocosas;
indicaciones que durante la noche resultaban inútiles. Fue entonces cuando se
vio la necesidad de encender fachos
-toponimia que todavía se mantiene en algunos montes cercanos al mar- u
hogueras en promontorios estratégicos para facilitar su visibilidad nocturna,
que eran atendidas por los lugareños. Estos fuegos empezaron a protegerse por
medio de estructuras constructivas que llegaron, incluso, a convertirse en
atalayas con funciones defensivas y de vigilancia de las costas.
La edificación de la portentosa
Torre de Hércules, faro romano que sigue señalando las rutas a los navegantes
que surcan estas aguas atlánticas desde la Antigüedad , marca el
inicio de la historia de nuestros faros.
De la Edad Media a la Edad Moderna , el
litoral gallego se caracterizó por la escasez de medios de señalización y
alumbrado en sus costas. Los fachos y
otras señales luminosas -como la instalación de faroles en edificios
religiosos, torres defensivas y fortalezas- fueron las únicas referencias
visuales empleadas para orientar a aquellos marinos y pescadores locales cuando
las condiciones climatológicas resultaban adversas.
A partir del siglo XVIII, la
situación estratégica de Galicia llevó a la Marina a constituir una red costera de vigías en
garitas, torres y casetas para avistar cualquier flota enemiga. Con el paso del
tiempo, la importancia de las rutas comerciales marítimas que bordean nuestro
litoral aumentó, lo que motivó que, a partir del siglo XIX –época del gran
resurgir de los faros- y ya con la aprobación del Plan Nacional de Alumbrado
Marítimo de 1847, se iniciase la edificación y mejora de estas solitarias y
modernas señales luminosas; además de la implantación de otras ayudas como los
semáforos y las sirenas, para evitar los frecuentes y, en ocasiones, dramáticos
naufragios que se producían por la extensa y recortada costa gallega.
Pero los faros levantados
resultaron ser sencillos edificios, caracterizados por la uniformidad en los
planteamientos constructivos, careciendo, además, de una prestancia estética.
A lo largo del siglo XX, la nota
general predominante en la edificación de estas torres ha sido la continuidad
arquitectónica con respecto a las luces de la anterior centuria, con un
predominio de la funcionalidad, la economía en su levantamiento y la solidez.
Además, la implantación de instalaciones automatizadas conllevó cambios en su
tipología, prescindiendo de las dependencias para el alojamiento de los
fareros. Se construyeron sencillas torres exentas, sin elementos
arquitectónicos destacados.
Ya en los años 80, ante la
despersonalización y uniformidad de la arquitectura farera, y gracias al Plan
de Señales Marítimas de 1985/89, se realizaron proyectos para la edificación de
faros con un carácter más creativo, una renovación arquitectónica y un diseño
individual y novedoso, en diálogo con el entorno, para dar servicio a aquellos
puntos de nuestra costa todavía sin alumbrar. Se les empieza a otorga a estas
obras un valor patrimonial y cultural y se impulsa el cuidado del entorno
paisajístico y costero en los que están erigidos.
Sería imperdonable no mencionar
la figura del farero, que nació al mismo tiempo que estas obras, atento siempre
a la seguridad de los navegantes, a prestar su ayuda en los naufragios, a la
observación e interpretación de las señales meteorológicas e incluso a la
vigilancia del contrabando.
Pero la llegada del progreso, a
partir de las primeras décadas del siglo XX, de los consiguientes avances
tecnológicos y de la evolución de la navegación, conllevó la progresiva
desaparición del torrero y de su singular micromundo, ocasionando que estas
vitales arquitecturas fuesen cayendo, algunas de ellas, en el abandono y en el
olvido.
Aunque, gracias a las nuevas
reivindicaciones y a programas puestos en marcha por la Asociación
Internacional de Señalizaciones Marítimas, a través de su
Comité de Faros Históricos, que revaloriza estas construcciones como elementos
culturales y patrimoniales, trabajando para su conservación, quizá estemos
entrando en una nueva etapa que nos descubre la relevancia de estas
dependencias y su asignación para otros usos alternativos como actividades de ocio o museísticos, sin
olvidar la fascinante atracción de unos magníficos parajes costeros en los que
están ubicadas.
Dentro de muy pocos días, publicaré la segunda parte de este
reportaje, con un recorrido por los faros que se extienden desde Illa Pancha
hasta Illa Coelleira.
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